La nariz pegada a la ventanilla del tren, los ojos asombrados ante la inmensidad del paisaje. Siempre atentos al simétrico vuelo de las golondrinas, a las compactas formaciones de árboles que aparecían de trecho en trecho, buscábamos descubrir qué eran esas manchas marrones que se desplazaban sobre el verde de la pradera. Así transcurría mi viaje hacia un verano feliz. Quizás sea poco creíble si digo que puedo recordar, o, mejor, si digo que puedo revivir hechos y sensaciones ocurridos entre mis tres y cinco años. Sin embargo, la fuerza con que me acometieron lo hace posible. Como planos de una película sin compaginar, así fueron apareciendo a lo largo de mi vida; dispersos, pero con una nitidez que aún hoy me conmueve.
Cada comienzo de año significaba algo muy especial para nosotros: pronto tomaríamos un tren que nos llevaría, a mis padres, a mi hermano y a mí, al campo de mi tío, en Rojas.
Nos esperaban en las casas de Ángel y Nicolás, distantes unas cuantas leguas una de otra. Ellos eran primos de mi mamá y de mi tío Florencio, que los había hecho venir desde Italia para que les administraran sus campos. Se disputaban la prioridad para alojarnos. Yo prefería la casa de Nicolás. Él era más tranquilo que su hermano y, lo más importante para mí, sus hijos solteros, Coco y Tita, vivían pendientes de mis deseos y hacían lo imposible por complacerlos: ?Nena ?me decía Coco?, vamos a pescar mojarritas en el tanque australiano?. Y me daba una pequeña red que yo sumergía excitada ante la posibilidad de sacarla repleta de pescaditos. Otras veces me llevaba a su taller, donde reparaba los Ford T que utilizaban para recorrer el campo: ?Ayudame, así termino más rápido?. Y yo le alcanzaba las pinzas que me iba señalando. También le daba una mano a Tita con la comida para los peones; cumplía sus órdenes encantada: ?Lavame estos tomates para la ensalada, sin mojarte, y después traeme dos choclos para el guiso?.
En esa casa también vivían mi abuelo Titino y tío Francisco, padre de Ángel y Nicolás. Titino y Francisco eran dos viejos cascarrabias que no paraban de pelear. Titino, un hombre de ciudad, no aceptó nunca el exilio impuesto por su hijo y demostraba su disconformidad con gestos hostiles: amenazaba bastón en alto, descargaba golpes sobre la mesa, se negaba a salir de su habitación. A mí me inspiraba temor, pero lo quería: era mi único abuelo. En cambio, Francisco gozaba con sus innumerables trabajos en la huerta y en el monte, de los que yo participaba con entusiasmo. ?Acompáñeme, nena ?me decía?, hoy vamos a recoger habas?. Y allá iba, aferrada a su mano, gozando por anticipado de la aventura de esa mañana. Sacábamos las habas de sus vainas, las pelábamos y las comíamos ahí mismo, cara al sol, saboreando su frescura. También recogíamos tomates rojos y brillantes, ajíes verdes, enormes zapallos, zanahorias y todo lo que Francisco había cultivado en la primavera. Después pasábamos al monte de frutales y nos poníamos a llenar un gran canasto con duraznos, ciruelas, peras, manzanas, que yo mordisqueaba con deleite durante el camino de regreso a la casa.
Nos recibían con gritos de aprobación: ?Muy bien, nena, mirá todo lo que trajiste?, y mis ojos brillaban de orgullo. ¡Qué feliz me sentía!
Picho, mi hermano, seis años mayor que yo, iba al campo con otras expectativas. Florencio, que además era su padrino, lo invitaba a pasar unos días en su espectacular estancia y le hacía valiosos regalos. Recuerdo una pistola ?Diana? de aire comprimido, plateada, reluciente, que disparaba munición y dardos. Una mañana fui con Picho hasta el criadero de chanchos. No pudo dominar la tentación de disparar un dardo, que fue a incrustarse en la paleta de un lechón. Los chillidos hicieron que escapáramos despavoridos: ?¡Apurate que nos van a pescar?! ?gritaba mi hermano mientras me arrastraba lejos del criadero. Zafamos. Pero, unos días después, Finamore, el capataz, encontró al chanchito, con la herida peligrosamente infectada. Al cabo de un tiempo pudimos volver a disparar la pistola, con la complicidad del capataz y nuestra promesa formal de que sólo tiraríamos al blanco.
¡Finamore, cuánto lo quise! Robusto, retacón, la pelada siempre cubierta con su boina negra, los dedos gordos asomando triunfantes en las puntas de las alpargatas. A las diez, hora del descanso previo al almuerzo, venía a buscarme para que compartiera con él un bocado a modo de aperitivo. Nos sentábamos en el borde de la pileta de la bomba de agua, donde se refrescaba una sandía que, más tarde, teñiría mi cara de dulce y roja humedad. Ahí, Finamore, facón en mano, cortaba lo que hubiese; y comíamos, entre risas y mimos, grandes porciones de galleta de campo o un caracú sobrante del puchero del día anterior. Los pájaros sobrevolaban nuestras cabezas esperando que cayeran las migajas. Se lanzaban como aviones en picada, y una vez conquistado el botín, levantaban vuelo. ?¿Adónde van, Finamore?? ?Pa? sus nidos, a llevarles alimento a los pichones?.
Finamore tenía unos cincuenta años. Nunca se alejó del terruño. La paz del campo era todo lo que necesitaba. Escuchaba atento lo que contaban sus patrones o las visitas, sobre lugares lejanos que te exigían cruzar el mar para acceder a ellos. La rica imaginación de Finamore ?su única gran riqueza? convertía lo que veían sus ojos en las cosas y parajes de los que oía hablar. Así, él tenía en su amado campo: mares de color verde en las plantaciones de maíz, o amarillo en las de girasoles; médanos en los montículos de alfalfa, nieve en las flores de los ciruelos.
Un día, yendo a un campo vecino, pasamos por un sembradío de girasoles. Su color dorado competía con el sol que los iluminaba, y el viento suave les imprimía un continuo vaivén.
Descubrí lágrimas en los ojos de mamá.
?¿Por qué llorás, mami?
?Recuerdos, nena.
?¿Feos?
?No, hermosos, muy hermosos. Recuerdo el mar.
?¿Cómo es el mar, mamá?
Se quedó pensativa, la mirada fija en el sembradío de oro.
?Ondulante, majestuoso, brillando al sol.
?¡Ah, ya sé, mami! Es como el mar de girasoles que me enseñó Finamore.
Pasaron los años y conocí el mar, tan hermoso como lo recordaba mamá, y lo amé para siempre. Con el mismo amor que sentí por aquel mar de girasoles que un hombre sabio me regaló en un luminoso verano.