Fueron tiempos de tranquilidad: la vereda era la prolongación de la casa. Ahí podíamos gritar y saltar sin molestar a nadie.
Por la tarde, después de tomar la leche y de hacer los deberes, todos los chicos del barrio nos reuníamos en la vereda. Por votación, decidíamos a qué se jugaba.
Aunque los varones preferían los juegos que obligaban a correr ?como la mancha o las escondidas?, también aceptaban compartir la rayuela y las figuritas, que requerían gran destreza para ganar. (¿Existen todavía estos juegos en la era de los videogames??) Para la rayuela había que tener dos aptitudes: una, puntería con el tejo para colocarlo en el cielo ?la meta?; otra, equilibrio para no pisar las líneas dibujadas con tiza. El tejo era propiedad privada del jugador: podía ser una tapita de naranjín (una gaseosa de aquel tiempo), un trocito de madera o el gajo de una planta llamada uña de gato ?que era mi preferido: donde lo tiraba, ahí se quedaba; en cambio los otros se corrían más fácilmente del lugar elegido y había que ceder el turno.
El tema de las figuritas era muy competitivo y un tanto discriminatorio. Las había difíciles, finas y comunes. ?¡Mirá la que conseguí?!?, y te mostraban una maravillosa, de flores en relieve y con brillo, que te hacía reventar de envidia. Se compraban en los quioscos y, según el precio, obtenías unas u otras. Por supuesto que tener las difíciles o las finas te otorgaba más chances de ganar; pero además había que ser diestro para colocarlas lo más cerca posible de la pared, sin encimarlas. ¿Los premios? Podían ser un caramelo, un chocolatín o un beso (obviamente, el primer premio) que el capitán o capitana del equipo vencido imprimía con vergüenza en la mejilla del triunfador, para después salir corriendo entre risas y burlas. A mí me tocó ser capitana bastante seguido. Eso me encantaba, claro, pero mi papá se volvía loco de celos.
A veces elegíamos jugar a la soga. Si al saltar la pisabas, perdías ?parece que volvió este pasatiempo: días atrás vi a Estefanía, la hermana menor de mi ahijado, tratando de aprenderlo. La pobre tenía que hacerlo en su cuarto o en el living, (mejor dicho, ?pobre? también el vecino del departamento de abajo): a nadie se le ocurriría hoy que los chicos jueguen en la vereda, expuestos al peligro delictivo que nos encarcela puertas adentro?. Para el saltito necesitábamos ser tres: dos sostenían la soga, no muy tensa; el tercero la saltaba. Empezabas desde poca distancia del piso y te la iban subiendo. Tenías que calcular muy bien, según el largo de tus piernas. A veces desistías justo en el momento del salto para evitar el porrazo que te veías venir, pero perdías y tenías que aguantarte las burlas. Si era un varón : ?Andá a llorar con tu mamá, mariquita?; si era nena: ?Esto no es para mujeres, mantequita?. Una vez el ruso Ernesto, hijo del sastre del barrio, al tragarse la soga, se golpeó la frente contra el piso. La sangre era imparable. ¡Qué susto nos pegamos! ?¡Don Carlos, venga por favor!?, le gritamos a un vecino sentado a la puerta de su casa. A pesar de sus años, don Carlos corrió y lo levantó para llevarlo a la sastrería. Santconvsky ya se había enterado y corría hacia nosotros. Lo metieron en la farmacia de la esquina ?era lo primero que se hacía en estos casos? y ahí lo curaron. Por suerte no había sido más que un gran susto, que nos sirvió para aprender a evaluar nuestras posibilidades.
?¡Por una semana no van a jugar en la vereda! ?nos retaron las mamás, atraídas por el alboroto.
De manera que debimos inventar otras actividades. Por ejemplo, cazar moscas con la mano y tirarlas a la tela de una araña que, al escuchar el zumbido de su presa, salía rápida como un gladiador y se la llevaba a su cueva para darse el festín. También nosotros nos dábamos el nuestro: en el galponcito de herramientas de mi viejo, prendíamos carbones en un brasero y asábamos papas y batatas, que después comíamos, recién sacadas del fuego, profiriendo palabrotas porque nos quemábamos los dedos y la lengua.
En la calle supimos qué cosa maravillosa es la amistad. Aprendimos a convenir reglas y a respetarlas. Ejercitamos la camaradería y la solidaridad sin que nadie nos dijera cómo: simplemente las practicábamos. Vivíamos la sabiduría que otorga la libertad. Nos sentíamos y éramos libres. Y gozábamos jugando. ¿De qué otra manera goza un chico si no es jugando sin miedo?