Me encantaba ir al campo, pero debía esperar al verano. Mi hermano, en cambio, por ser más grande y tener la misma edad que Lily, la hija de nuestro tío Florencio, gozaba del privilegio de viajar varias veces al año.
Mamá y papá trataban de mantener todo en secreto hasta donde les fuera posible: sabían que, en cuanto me enterara, yo empezaría con mi llanto inconsolable. Los pobres exprimían sus cerebros para encontrar con qué conformarme. No era fácil. Nosotros paseábamos bastante y conocíamos casi todos los lugares de diversión, escasos por aquellas épocas. Íbamos al teatro para ver sainetes, zarzuelas y obras cómicas con un actor muy famoso, Florencio Parravicini, más conocido como Parra. En el verano elegíamos el balneario o la costanera. Y no había mucho más.
?¿Te gustaría ir al zoológico para conocer a la hijita recién nacida de la jirafa? ?me preguntaron esperanzados una de esas tardes en que nada me conformaba.
?No, no quiero ?contesté con rabia en la voz? estoy cansada.
?¿Y a la cale?
?¿A la calesita?
Eso me tentó. Me pasaba horas dando vueltas, tratando de sacar la sortija que el calesitero, de tanto en tanto, detenía frente a mi mano para que la ensartara. Pero no era lo mismo en esas circunstancias:
?Ayer fuimos, ?escucharon, desalentados, mis viejos? me aburro.
?¡Ya sé ?dijo mamá?, vamos a Devoto!
?Eso ?aprobó papá? vamos a Devoto a ver a la abuela.
La abuela era la mamá de papá, y yo la adoraba. Su figura era la de la típica abuelita de los cuentos: piel rosada, pelo de un blanco absoluto peinado en un prolijo rodete; ¡y su forma de ser!: dulce, buena, cariñosa, siempre atenta a complacer el pedido de sus nietos. Sus pequeñas manos, hurgaban en los bolsillos de su delantal, que para mí eran como cofres de un tesoro. Ante mi ansiosa mirada, salían cargadas con lo más valioso para un chico ¡golosinas! Caramelos, chocolatines y hasta paquetes de galletitas de coco, mis preferidas, pasaban a formar parte de mis bienes. Yo moría por contestar que sí, que me gustaría mucho ir a verla.
?Dale nena ?rogó mamá? vamos.
Pero, emperrada, mi bronca no me lo permitió.
Esa noche, mis viejos siguieron padeciendo por mis actitudes. Vivíamos en un séptimo piso, frente a la iglesia de Balvanera. Mi dormitorio y el de mi hermano se hallaban ubicados de tal manera que, para llegar al de mis padres, teníamos que atravesar todo el departamento. Me desperté llorando por un mal sueño. Si hubiese estado mi hermano (recuerden que se encontraba muy lejos) hubiera saltado de la cama y me hubiese llevado de la mano, sin prender la luz, guiándose por la claridad de los focos de la calle, hasta la cama de nuestros papis. Pero ahora en la soledad de mi cuarto, empecé a gritar y, a oscuras, tropezando con los muebles, corrí hacia el entrañable refugio.
?¡Mami, papi!
?Chiquita ?me dijo papá que había saltado de la cama mientras me
abrazaba y me llenaba de besos? ya pasó, tu papi está aquí.
?Mami, mami ?la llamé desde los brazos de papá.
Ya al lado de su cama, me arrojé llorando sobre su pecho y allí me encontró la mañana, dormida al fin.
?Vicente, ?dijo mamá con cansancio durante el desayuno ?tenemos que encontrar algo distinto para hacer esta noche, ¡no aguanto más!
?Ya pensaré en una cosa que la entusiasme ?contestó papá con dudoso optimismo.
Yo me tapé la boca para disimular la risa: no creía que papá pudiera encontrar la solución tan fácilmente. Pero vaya si me equivocaba.
Esa tarde, cuando papá regresó de su trabajo, traía una radiante sonrisa:
?Me enteré de que en El Once inauguraron un restorán muy bueno ?anunció? y su aire era de triunfo. A todos nos gustaba comer afuera; para mí era una aventura porque podía pedir lo que quisiera, por ejemplo, jamón crudo con ensalada rusa o papas con huevos fritos: ¡un verdadero manjar! Sin embargo lo había hecho tantas veces... Sin demostrar demasiado interés, acepté la proposición de ir a cenar.
El restorán se llamaba La perla. Daba sobre la avenida Rivadavia, y se destacaba entre los ya conocidos: espacioso salón, columnas de mármol, lámparas de bronce y tulipas de cristal que iluminaban suavemente el lugar. Las mesas de diversos tamaños, vestidas con manteles blancos de tela adamascada, y las sillas de fina madera, tapizadas con gobelino, completaban una suntuosa decoración. Mientras nos conducían hacia nuestra mesa, llamó mi atención un escenario no tan grande como los de los teatros. A medida que nos acercábamos, iba descubriendo cosas que no entendía. ¿Por qué veía un piano abierto como esperando al ejecutante? ¿Y esa cantidad de instrumentos musicales apoyados en sillas enfrentadas a atriles sosteniendo partituras? Había trompetas que reflejaban en su brillo de oro las innumerables luces del escenario; un violín y su arco, y más allá otro, pero mucho más grande, y un arpa y más violines de distintos tamaños. Y, como un centinela, custodiándolos, un micrófono.
?Papá ?pregunté asombrada?, ¿van a venir esos señores de negro que tocan música, como en el teatro?
?Creo que sí, nena, porque al entrar leí un anuncio de un espectáculo musical.
Empezaron a brillarme los ojos por el entusiasmo. ¡Un espectáculo musical...!
Comí con muchas ganas las papas y el huevo frito y, con más deleite todavía, el flan con crema y dulce de leche.
De pronto comenzó a disminuir la luminosidad del salón. Grandes focos de luces blancas, amarillas, rojas, azules pintaron el escenario.
Con los ojos agrandados por la sorpresa vi que en lugar de los señores de negro ?los músicos? aparecían un montón de mujeres de variada edad, con vestidos largos de satén de brillantes colores: celeste y rosado para las rubias, colorado y amarillo para las morochas, verde para las pelirrojas. Todas fueron ocupando sus lugares frente a cada instrumento, y de inmediato comenzaron a afinarlos. Una rubia luciendo un ajustado vestido de terciopelo negro salió de uno de los costados del escenario y se colocó frente al micrófono.
?¿Y esta quién es? ?dije yo.
?Debe ser la cantante ?contestó mamá?, es común que las orquestas tengan un cantante. ¿Por qué nó esta orquesta de señoritas?
?Buenas noches ?dijo con una agradable voz. Mi nombre es Angélica y junto con mis compañeras estamos aquí para brindarles lo mejor de nuestra música, deseando que pasen un muy buen momento.
Todos aplaudimos en señal de bienvenida y empezaron a tocar. Su repertorio se componía de canciones alegres y conocidas. La gente fue perdiendo la timidez. Tarareó primero y cantó después, en voz baja, los estribillos. Yo me las sabía todas y uní mi vocecita a las voces de los demás, y aplaudí a rabiar a la simpática cantante, que me miraba complacida.
De pronto oigo a Angélica que, dirigiéndose a mí, dice:
?Veo ahí a una ferviente admiradora, y quiero que suba al escenario para que me acompañe a cantar.
A esta altura ya había olvidado mi enojo, no pensaba en mi hermano y sólo deseaba subirme al escenario.
Con mirada suplicante le pedí a papá que me dejara. Sin embargo tengo que admitir que, cuando vi a la chica acercándose hacia mí, entré en pánico. Duró poco. Al rato, guiada por la mano de Angélica, me encontré ubicada entre las integrantes de la ?orquesta de señoritas?.
Y canté y bailé y pasé de los brazos de una a otra. Fui la mimada de la noche. Fui... una de ellas.
A partir de entonces sentí la necesidad de escuchar mi nombre dicho ante un micrófono, de vibrar con los aplausos del público: en fin, de ser una artista. No canto, no bailo, no ejecuto instrumento alguno. Sin embargo, no renuncié a manifestarme en el arte. Elegí la literatura.
Y ahora sueño con el momento en que, desde un escenario, rodeada de mis maestros y otros consagrados escritores, esté presentando este libro, estas delicadas piezas que son los recuerdos.