Mi primera clase en el taller de
Tardé largos meses en corregir el cuento, y al final del proceso no sólo había mejorado el estilo: había nacido otro autor entre mis manos.
Pero en esos meses en que asistí al taller sin cuento propio, siempre dispuesto a escuchar, fui descubriendo que ese grupo de los sábados sólo podía depararme gratas sorpresas.
En especial me llamaron la atención los cuentos de Carla Pravisani. Aún un poco atontado por la anemia de buenas lecturas, supe reconocer la dificultad enorme de narrar bien una historia sencilla. Con los años aprendí la palabra justa: chejoviano.
Llegó a su fin el 2001 con toque de queda y crisis, y varios de ese grupo, que ya trabajaban con contactos en el exterior, finalmente se mudaron lejos. Carla fue a parar a Costa Rica.
Desde entonces fui tomando la costumbre de medir con
No mucho tiempo después nos llegan noticias de Carla publicada en Costa Rica y una crítica que dan ganas de leer ese libro.
Diciembre del 2006.
En circunstancias fantásticas vuelvo a oír el nombre de Carla. Ha venido de Costa Rica a un asado literario. Yo me acuerdo de ella, ella de mí no. ¿Has traído libros? Ha traído algunos pocos. ?Y el último apagó la luz?, es el título. Enseguida procuro que el poseedor de uno de esos pocos me prometa un pronto préstamo.
En el asado de taller se rifan libros, o más bien: se libran al azar, o mejor: se sueltan a sus dueños. En la mesa hay unos ?pocos, siempre pocos? libros de Carla. Se anuncian dos números fallidos antes de que griten el mío. ¿Quién más? ¿Qué otra prueba necesitan de la predestinación?
Con el libro en la mano someto a la autora al difícil arte de dedicar su obra. Es materia obligatoria ?le digo? para los buenos autores. Sonríe. La crítica era buena ¿Has vendido muchos? Algunos, dice ella, resignada. El resto duermen debajo de su cama tropical.
Creo que en ese momento es que imagino alguna misión absurda para ir a buscar aquellos libros perdidos allá, bajo los recónditos resortes del colchón.
Y pienso todo eso aun sin haber leído el libro; apenas la contratapa de Di Marco, que promete cuentos ?apremiantes?. Y me despido de Carla, que sigue viaje rumbo a su Posadas y que luego volverá a Costa Rica ?curioso: a falta allí de una familia, logró crear la suya.
Aunque nos veamos en otros cinco años, el saludo es ?hasta pronto?.
Apremiado, pues, por estos cuentos, fue que apresuré la lectura del libro. Me guiaba la ansiedad de saber si mis recuerdos eran ciertos, si seguía siendo correcto medir algunas historias con
Me encontré con uno de esos libros en los que no es necesario marcar la página donde uno ha interrumpido
Al día siguiente no me quedó más remedio que terminarlo. Y no sólo comprobé la valía de cada cuento, sino que el clímax del libro completo me alcanzó en las últimas seis letras del último párrafo. Mientras escribo estas líneas vuelvo a leer esa página, y me dura la sensación de manso escalofrío.
Pero tengo que confesar que durante la lectura hice trampa: no pude evitar la tentación de buscarle las claves al estilo de Carla. ¿Con qué arma las historias? ¿Por qué la atracción inexorable? ¿Cómo la tristeza? ¿Cómo el ataque de risa?
Ahora mismo pienso en copiar algún pasaje? y descubro que es inútil: debería transcribir páginas enteras para darle sentido al chiste o al llanto. También he marcado dos finales perfectos, que tampoco citaré ?dicho de paso, sólo se revelan si se ha leído el cuento; además, ustedes no me lo perdonarían.
Pero sí pude encontrar unos párrafos que, estoy seguro, condensan el encanto del estilo de Carla. Alquimia entre el delicioso detallismo femenino y una contundencia sin eufemismos:
?Esperá que me quiero cambiar ?me dijo señalando nuestras bermudas: eran iguales. Las habíamos comprado en el mismo lugar, el mismo día. Solo que como mis piernas eran más gordas y cuando corría me las rozaba, el color se había gastado en la entrepierna, se habían formado unas bolitas horribles sobre la tela.
?Quedate así, igual no nos va a ver nadie ?le dije.
Entonces se puso la mochila y salimos. Corcho empezó a seguirnos, pero ella le chistó que se fuera para adentro. El perro se quedó mirándonos desconcertado, después empezó a lamerse los huevos.
Con esto creo que ya lo he dicho todo, sólo me resta recomendarles el libro. Uno como esos ejemplares que duermen una injusta siesta bajo una cama en
Y en este preciso momento descubro que, aunque no tengo el menor reparo en prestar libros, se que el incunable que acabo de citar no saldrá jamás del ámbito de mi biblioteca.
Quién sabe. Si hacemos fuerza suficiente, acaso el destino nos vuelva a traer más ejemplares. Aunque sea en una botella a la mar.
Pienso reservarme algunos, claro.