Durante siglos, las sociedades humanas se han construido
sobre la base de mitos surgidos a partir de algún acontecimiento real y
trascendente que quedó grabado en la memoria de la comunidad. Desde un primer
momento a ese hecho importante se lo embelleció para que fuera más atractivo a
las generaciones futuras y, con el paso del tiempo, se convirtiera en algo
legendario.
De
igual modo, personas ambiciosas de poder y de gloria no vacilaron en seducir a
las masas para lograr sus anhelos. Así nos encontramos con que, en gran parte de
su existencia, la humanidad ha
construido su historia a partir de
las ilusiones del engaño. Han sido ficciones creadoras las que gestaron el
pasado heroico de muchas naciones, entre ellas la Argentina. Así nuestra
historiografía ha estado ligada a las tendencias políticas de los historiadores,
que han sido siempre militantes partidarios.
A
mí no me gustan las ficciones ni los mitos históricos argentinos. Nuestra
Historia auténtica es hermosa y en ella tenemos ejemplos de heroísmo y de amor a
la Patria tan admirables, que no es necesario deformar o exagerar los hechos
para que nos sintamos orgullosos de ser argentinos. En cuanto a nuestros
próceres, ellos eran seres humanos de carne y hueso, en algunos aspectos quizás
mejores que muchos de nosotros, en otros, tal vez no tanto. No es necesario
canonizar a algunos de ellos y enlodar a otros. Los argentinos tenemos que
empezar a ser tolerantes, a reconocer que cada uno de nosotros puede ser parte
de la verdad, porque la verdad de cada uno no es absoluta.
Harto
de los múltiples ejemplos de personajes reales que el paso del tiempo ha ido
desfigurando hasta convertirlos en míticas leyendas, decidí buscar la verdad,
despojándome previamente de preferencias íntimas. Sin embargo, sin proponérmelo,
dejé de lado mi intención primera, la de ser objetivo con los protagonistas de
nuestra gesta Patria y me identifiqué plenamente con la causa de un héroe que
fue injustamente olvidado por nuestra memoria colectiva. Me refiero al Coronel
Manuel Dorrego, que en esta obra trato de expresarlo tal cual yo considero que
él fue y se comportó en la vida real, no creando una imagen idealizada sino
intentando pintar a un hombre extraordinario destacando sus luces y sus
sombras.
El
Coronel Dorrego ha sido un importante protagonista de la historia argentina injustamente olvidado. Menciono el
olvido porque actualmente se lo recuerda muy poco, sin tener en cuenta la
relevancia que su presencia tuvo en los años forjadores de nuestra nacionalidad.
Su figura se ha ido desdibujando en el recuerdo de los acontecimientos
primigenios nuestra patria, a lo largo del tiempo, puesto que en general puede
decirse que la visión argentina del pasado argentino se ha escindido en dos
tendencias: la unitaria y la federal. Precisamente porque Dorrego fue en su
momento el líder indiscutido de la tendencia federal porteña, su prestigio fue
absorbido por Juan Manuel de Rosas. Caído este último del gobierno de la
provincia de Buenos Aires, sus enemigos escribieron la historia argentina, según
su propia óptica. Dorrego no fue atacado con la saña que se aplicó al Restaurador de las leyes, sino que
simplemente fue uno más entre tantos personajes que se mencionan al
pasar.
A diferencia de Belgrano y de San Martín,
que son presentados como hombres ejemplares, Dorrego se nos aparece como una
persona de carne y hueso: Apasionado, irreverente y polémico. En él encontramos
la rebeldía, la pasión, el patriotismo y el republicanismo rabiosos. Al
contemplar su figura podemos reconocer a un argentino, más específicamente, a un
porteño auténtico, con todas las virtudes y los defectos de que podemos
vanagloriarnos actualmente. Hacía bromas pesadas, era altanero, locuaz,
inteligente, temerario. Lo llamaron loco, demagogo y
díscolo.
Por
circunstancias del destino, no estuvo en Buenos Aires en mayo de 1810, pero tuvo
una participación destacada en la instalación de la Primera Junta de Gobierno
Chilena. En Chile también apresó a un oficial español que se amotinó contra el
gobierno patriota. Luego volvió para incorporarse en el Ejército del Norte tras
la derrota argentina en Huaqui (ubicado en la actual Bolivia). Fue la mano
derecha del General Belgrano y su participación en Tucumán y Salta determinó que
esas dos batallas se convirtieran en triunfos para nuestras armas. También
participó en la guerra civil suscitada entre los gobiernos de Buenos y las
provincias bajo la férula de don José Artigas, Protector de los Pueblos Libres.
Luego, en momentos de gran zozobra, por sus notorias convicciones republicanas
fue exiliado del país, regresó en el caótico año 1820 y desde entonces se dedicó
a defender el federalismo como el único sistema viable para organizar a la
nación. Opositor de Rivadavia, tras la caída de este fue elevado a la
gobernación de la provincia de Buenos Aires. Su vida admirable es desconocida
para la gran masa de argentinos.
Su
biografía novelada, que hube de ordenar en cuatro tomos, comienza con su
fusilamiento el 13 de diciembre de 1828, acontecimiento que es el más conocido
con referencia a su persona y es citado respecto a los sucesos que llevaron a
Juan Manuel de Rosas al poder. Así Dorrego aparece como un precursor de Rosas
quien se muestra a si mismo como el Restaurador de las leyes y del orden social
desestabilizado por las conspiraciones unitarias. Cuando yo me
propuse
investigar acerca de esto no entendía los motivos del por qué el General Juan
Galo Lavalle, héroe que sirvió en el Ejército Libertador de José de San Martín,
era el instrumento que cercenaba la vida de un legítimo gobernador federal para
servir a los unitarios, que según el revisionismo de los rosistas, aparecen como
servidores del cipayismo probritánico en el Río de la Plata. Entonces fui
descubriendo que el llamado revisionismo histórico, a pesar de que dice muchas
verdades, no explica adecuadamente nuestro pasado porque la historia argentina
no puede explicarse solamente por la antítesis entre unitarios y federales y
tampoco es tan sencilla como nos la presentan en la escuela primaria. No se
reduce al primer gobierno patrio del 25 de mayo de 1810, ni a que el General
Belgrano creó la bandera nacional, ni tampoco a la inmortal epopeya
sanmartiniana. Fue un proceso espontáneo y vertiginoso, en el cual se debía
improvisar permanentemente, dando respuesta a cuestiones urgentes y apremiantes.
Los hombres públicos de entonces eran bastante idealistas e imaginativos, con
una alta dosis de optimismo rayana en el delirio, pero también tenían buen
criterio y sentido común.
Debemos
comprender que la gesta emancipadora hispanoamericana fue elaborada y dirigida
por la élite propietaria e ilustrada, que ejerció su influjo sobre las clases
populares americanas analfabetas, cuyo estado de civilización y condiciones
sociopolíticas eran muy cercanos a los de los indígenas. De ahí que cada
patricio dedicado a la actividad pública tuviese su propio criterio respecto a
como debía organizarse los flamantes estados independizados del yugo español. De
esa manera, cada personalidad descollante encarna un proyecto político diferente
y una vez desaparecido el prócer, sus ideas tal cual eran desaparecían, aunque
si el mensaje era muy seductor, surgían continuadores que modificaban algunos
aspectos del planteo original.
Dorrego no escapa a esta realidad, pero
su personalidad aparece única por su actitud populachera, entremezclándose con
los conductores de carretas, los sirvientes o los soldados, aunque estos fueran
"compadritos" de las orillas de Buenos Aires o esclavos emancipados. Esta
actitud incomprensible para sus aristocráticos contemporáneos, incluso muchos
federales, que veían las diferencias sociales como algo natural, calificaban a
nuestro protagonista como demagogo. Algunos autores han mostrado a Rosas en una
postura semejante, lo cual no es totalmente correcto, pues el restaurador de las
leyes tenía actitudes populares, pero nunca dejaba de ser un patrón de estancia
y
en tal calidad era querido y respetado. En cambio Dorrego es un revolucionario
que nunca pierde el espíritu de 1810 y para quien el objetivo de la
independencia es la república democrática, pues toda monarquía es sinónimo de
despotismo y en tal condición es repudiable, sea española, extranjera o
criolla.
Por
su personalidad espontánea y jovial, tan contrastante con otros próceres
circunspectos de nuestro país, Manuel Dorrego se nos muestra como el más
admirablemente humano de todos los héroes argentinos. En esta obra, excepto los
capítulos 9 (Un amigo leal) y 18 (La religión de sus padres), en los
cuales le di a mi imaginación la libertad de componer dos episodios verosímiles
forjados por mi propia imaginación, todo el desarrollo se basa en rigurosos
textos históricamente documentados. A continuación, invito a los lectores a que
disfrutemos de la lectura del primer tomo de esta tetralogía, en la cual narro
los acontecimientos ocurridos desde su nacimiento hasta que se retira del
ejército auxiliar del Perú rumbo a Buenos Aires. Les propongo que, reviviendo
sus patrióticas aventuras, rescatemos de las cenizas del olvido a este hombre
singular, que también fuera llamado El Tribuno
de la multitud.