Su última invención respecto a los instrumentos de guerra, llevaba el nombre de Fulgurador Roch. A creerle, este aparato poseía tal superioridad sobre los otros, que el Estado que le adquiriera sería el dueño absoluto de los continentes y de los mares.
Sábese de sobra con qué deplorables dificultades chocan los inventores cuando de sus inventos se trata, y, sobre todo, cuando intentan que sean adoptados por las comisiones ministeriales. Numerosos ejemplos- y de los más famosos- acuden a nuestra memoria. Inútil es insistir sobre este punto, pues estos negocios presentan puntos obscuros difíciles de esclarecer. No obstante, en lo que a Tomás Roch se refiere, justo es confesar que, como la mayor parte de sus predecesores, tenía pretensiones tan excesivas, ponía al valor de su aparato precios tan inabordables, que resultaba casi imposible tratar con él.
Reconocía esto como causa- justo es confesarlo también- que en inventos precedentes, de aplicación fecunda en sus resultados, se había visto explotar con rara audacia. No habiendo obtenido el beneficio que equitativamente debía haber conseguido, su carácter comenzó a agriarse. Hízose desconfiado, y pretendía imponer condiciones tal vez inaceptables, ser creído bajo su palabra, y en todo caso, pedía una suma tan considerable, aun antes de toda experiencia, que tales exigencias parecían ser inadmisibles.
En primer lugar, ofreció el Fulgurador Roch a Francia. Hizo conocer a la Comisión encargada de recibir su comunicación en qué consistía el invento. Tratábase de un aparato autopropulsivo, de fabricación especial, cargado con un explosivo compuesto de sustancias nuevas, y que no producía su efecto más que bajo la acción de un deflagrador, también nuevo.
Cuando este aparato lanzase el proyectil y éste estallase, no contra el objeto a que se dirigía, sino a algunos centenares de metros, su acción sobre las capas atmosféricas era tan enorme, que toda construcción, fuerte o navío de guerra, debía hundirse en una zona de diez mil metros cuadrados. Tal es el principio del proyectil lanzado por el cañón neumático Zalinski, ya experimentado entonces, pero con resultados por lo menos centuplicados.
Si, pues, la invención de Tomás Roch poseía tal poder, significaba la superioridad ofensiva y defensiva asegurada a su país. Sin embargo, por más que hubiera hecho sus pruebas a propósito de otros aparatos semejantes de grandes resultados, ¿no exageraba el inventor? Sólo las experiencias podían demostrarlo. Y precisamente él pretendía no consentir en tales experiencias hasta que no estuvieran en su poder los millones en que estimaba su Fulgurador. Indudablemente, entonces se había producido una especie de desequilibrio en las facultades intelectuales de Tomás Roch. No poseía el juicio completo. Se le veía camino de la locura. Ningún Gobierno podía acceder a tratar con él en las condiciones que deseaba.
La Comisión francesa rompió todo trato, y los periódicos, hasta los de más radical oposición, tuvieron que reconocer que era difícil dar solución al asunto. Las proposiciones de Tomás Roch fueron, pues, rechazadas, sin que, por otra parte, se tuviera el temor de que otro Estado pudiera acogerlas.
Con el exceso de subjetividad, que aumentó incesantemente en un espíritu tan profundamente turbado como el de Tomás Roch, no asombrará que la fibra del patriotismo, aflojada poco a poco, concluyera por no vibrar.
Preciso es repetirlo en honor de la naturaleza humana: en aquel momento Tomás Roch tenía perturbada su inteligencia. No vivía más qué para lo que directamente se refería a su invento; para esto no había perdido su poder genial. Pero en lo que concernía a los más insignificantes detalles de la vida, su debilidad moral se acentuaba de día en día, y le quitaba la completa responsabilidad de sus actos.
Tomás Roch fue, pues, despedido. Tal vez entonces hubiera sido conveniente procurar impedir que llevase su invento a otra parte. No se hizo, y fue una torpeza. Llegó lo que debía llegar. Bajo el peso de una irritabilidad creciente, los sentimientos de patriotismo, que son la esencia misma del ciudadano- el que antes de pertenecerse pertenece a su país,-se obscurecieron en el alma del inventor caído. Pensó en otras naciones; pasó la frontera, y olvidando el pasado, ofreció el Fulgurador Roch a Alemania. El Gobierno, después de conocer las exorbitantes pretensiones de Tomás Roch, rehusó recibir su comunicación. Además, se acababa de poner en estudio la fabricación de un nuevo aparato balístico de guerra, y se creyó poder desdeñar el del inventor francés.
A la cólera de éste se unió el odio; un odio instintivo contra la humanidad, sobre todo después del mal éxito de sus pretensiones en el Consejo del Almirantazgo de la Gran Bretaña. Como los ingleses son gente práctica, no rehusaron desde luego las proposiciones de Roch; le tantearon, procuraron engañarle con artificios. Tomás Roch no quiso oír nada. Su secreto valía millones, y él obtendría esos millones o guardaría su secreto. El Almirante acabó por romper sus relaciones con él.
Entonces hizo una nueva tentativa en América, diez y ocho meses antes de comenzar esta historia.
Los americanos, más prácticos aún que los ingleses, no regatearon el Fulgurador Roch, al que concedían un valor excepcional dada la fama del químico francés. Con razón le consideraban como un hombre de genio, y tomaron medidas justificadas por su estado mental, dispuestos a indemnizarle más tarde en una equitativa proporción.
Como Tomás Roch daba pruebas demasiado evidentes de locura, la Administración, en interés del invento mismo, juzgó oportuno encerrarle.
Se sabe que Tomás Roch no fue recluido en el fondo de una casa de locos. El establecimiento de Healthful-House ofrecía toda garantía para el tratamiento del enfermo. Pero aunque no se hubieran escaseado los más exquisitos cuidados, hasta el día no se había conseguido nada.
Insistamos una vez más en que Tomás Roch, por inconsciente que fuera, se rehacía cuando se le ponía en el terreno de sus descubrimientos. Animábase entonces, hablaba con la seguridad de un hombre dueño de sí, con una autoridad que imponía. Con gran elocuencia describía las maravillosas cualidades de su Fulgurador, los efectos verdaderamente extraordinarios que produciría. Pero sobre la naturaleza del explosivo y del deflagrador, sobre los elementos que le componían, sobre su fabricación, encerrábase en una reserva de la que nada le hacía salir. Una o dos veces, en lo más fuerte de una crisis, hubo motivo para creer que el secreto de su invención iba a escapársele, y se tomaron toda clase de precauciones. Fue en vano: aunque Tomás Roch no tuviese ni el instinto de su conservación siquiera, tenía al menos el de su secreto.
El pabellón 17 del parque de Healthful-House estaba rodeado de un jardín y largas vías, en el que el pensionista podía pasearse bajo la vigilancia de un guardián. Este ocupaba el mismo pabellón, durmiendo en el mismo cuarto, y observando al inventor noche y día sin abandonarle un momento. Espiaba sus menores palabras en el curso de sus alucinaciones, que se producían generalmente en el estado intermedio entre la vigilia y el sueño, y hasta en éste le escuchaba.