Y volvió los ojos, sólo los
ojos, para mirar a la gente, pues tenía el cuello demasiado rígido
para volver la cabeza.
Pero, ¡oh, qué sucia se
había puesto en la destilería de la Mujer del Pantano! Tenía todo el vestido manchado de fango, y en los cabellos se le había enredado una serpiente que le colgaba, oscilando, a la espalda. Por cada pliegue de su vestido asomaba un sapo croando. Aquello era de lo más repugnante, pero el consuelo de la niña era pensar que también los demás tenían horrible aspecto.
Y lo peor de todo era el hambre terrible
que experimentaba, sin poder siquiera agacharse para arrancar un pedazo de pan en que estaba de pie. No, tenía la espalda envarada; los brazos y las manos tan duros que parecía como si todo su cuerpo se hubiera convertido en una columna de mármol. Podía mover los ojos, pero sólo lo suficiente para mirar hacia atrás, y por cierto que el espectáculo era espantoso.
¡Y entonces llegaron las moscas! Se
le posaron en los ojos, de los cuales no logró apartarlas ni con su incesante parpadeo. Y comprendió que las moscas no se apartaban porque ella misma les había arrancado las alas y convertido en insectos incapaces de volar, y sí solamente de arrastrarse. Era aquel un segundo tormento que se añadía a su punzante hambre.
"Si esto dura mucho más, no podré soportarlo" -se dijo, pero el castigo no cesaba, y nada podía hacer Inger por librarse.
Entonces le cayó sobre la frente
una lágrima cálida, que se deslizó por su rostro y luego por el cuerpo, hasta los pies, empotrados como estaban en la hogaza. Luego cayó otra, y otra más, hasta que aquel llanto se convirtió en algo semejante a una lluvia.