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Por último se detuvieron junto a un lago azul a cuya orilla, a la sombra de un bosquecillo de árboles de un verde muy intenso, se erguía un palacio de deslumbrante mármol blanco, reliquia de tiempos pretéritos. Alrededor de sus elevadas columnas se apiñaban las vides, y en las cornisas se veían muchos nidos de golondrinas, uno de los cuales era precisamente el hogar de la que había transportado a Pulgarcita.

-Esta es mi casa -dijo la golondrina-. Pero no es aquí donde te convendría vivir. No estarías cómoda. Será mejor que te elijas una de esas bonitas flores, y yo te depositaré sobre ella. Allí tendrás todo lo que puedas desear para ser feliz.

-¡Será maravilloso! -exclamó ella, aplaudiendo de alegría.

Sobre el suelo había una gran columna de mármol que al caer se había partido en tres pedazos, entre los cuales crecían las flores blancas más grandes y hermosas. La golondrina descendió con Pulgarcita sobre uno de los anchos pétalos. ¡Y cuál no sería su sorpresa al ver en el centro de la flor un tenue hombrecito, tan blanco y transparente como si estuviera hecho de cristal! Tenía sobre la cabeza una corona de oro, y en los hombros delicadísimas telas, y su tamaño no era mucho mayor que el de Pulgarcita. Era uno de los silfos, o espíritus de las flores; precisamente el rey de todos ellos.

-¡Qué hermoso es! -susurró Pulgarcita al oído de la golondrina.

El pequeño príncipe temió al principio la presencia del pájaro, que era como un gigante al lado de una criatura tan delicada como él. Pero al ver a Pulgarcita quedó encantado, y se dijo que era la más hermosa doncella que hubiera visto nunca. Entonces se quitó de la cabeza la corona de oro y la colocó sobre la de la niña; le preguntó su nombre y también si quería ser su esposa y reinar con él sobre las flores.

Ciertamente, aquél era un esposo muy diferente del hijo del sapo, o del topo con su levita de piel y terciopelo. De modo que Pulgarcita dijo: "Sí" al apuesto príncipe.

 
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