Entonces todas las flores se abrieron y de
cada una de ellas salió un minúsculo caballero o una damisela pequeñita, tan bonitos todos que era una delicia mirarlos. Cada uno ofreció a Pulgarcita un regalo, pero el mejor fue un par de hermosas alas que habían pertenecido a una gran mosca blanca. Se las prendieron a Pulgarcita en los hombros de manera que pudiese ella también volar de flor en flor. Luego hubo una fiesta y a la pequeña golondrina le pidieron que cantara un himno de bodas, a lo cual accedió ella lo mejor que pudo. Pero su corazón estaba triste, pues quería mucho a Pulgarcita y hubiera deseado no separarse nunca de ella.
-Ya no te llamarás más Pulgarcita -dijo el silfo-. No me gusta ese nombre; tú eres demasiado linda para llamarte así. En adelante tu nombre será Maya.
-¡Adiós, adiós! -dijo
la golondrina, con el corazón apenado, y partió de los
países cálidos para volver a Dinamarca. Allí tenía
otro nido, en la ventana de una casa en la que habitaba el narrador de
historias. La golondrina cantó: "Pío, pío", y de
esa canción surgió el presente relato.