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-Croac, croac, croac -fue todo lo que pudo decir su hijo. Y ambos sapos tomaron la elegante camita y se alejaron nadando con ella, dejando a Pulgarcita enteramente sola sobre su hoja verde, sentada y llorando. La muchachita no podía soportar la idea de vivir en compañía del sapo viejo y con su feísimo hijo por marido. Los pececitos que nadaban a sus pies habían visto al sapo y oído lo que ella decía, y sacaban las cabecitas por sobre la superficie para contemplarla. En cuanto la vieron advirtieron que la niña era muy bonita, y los apenó el pensar que tendría que irse a vivir con los horribles sapos.

-No eso no debe ocurrir, nunca -dijeron, y se reunieron en el agua en torno del tallo verde que sostenía la hoja que servía de apoyo a la muchachita, y royeron la planta a la altura de la raíz con sus dientes. La hoja flotó a la deriva, alejándose en la corriente y llevándose a Pulgarcita lejos, fuera del alcance de los dos sapos.

Pulgarcita siguió así navegando, pasando a lo largo de muchas aldeas y ciudades. Los pájaros que la contemplaban al pasar cantaban "¡Qué hermosa criatura!" La hoja siguió bogando con ella, más y más lejos, hasta que tocó tierra en otro país. Una bonita mariposa blanca que venía revoloteando alrededor de Pulgarcita se posó por fin sobre la hoja. Aquello agradó a la muchacha, ahora que el sapo ya no podía alcanzarla, que las tierras por donde transitaba eran hermosas y que el sol brillaba sobre las aguas como oro líquido. Se quitó el cinturón y ató un extremo al cuerpo de la mariposa y otro a la hoja, que se deslizó así mucho más veloz que antes, llevando a su bordo a la niña. En eso estaban cuando pasó volando un gran abejorro, y en cuanto vio a Pulgarcita la asió con sus patas y voló con ella hacía un árbol. La hoja verde siguió flotando en el arroyo, a remolque de la mariposa, pues el animalito estaba atado a ella y no podía soltarse.

¡Oh, cómo se asustó la pequeña Pulgarcita al ver que el abejorro se la llevaba al árbol! Lo sintió más que nada por la bonita mariposa blanca atada a la hoja, que no podría liberarse y moriría de hambre. Pero al abejorro no le preocupó en absoluto el problema. Se sentó -con la joven a su lado- sobre una hoja del árbol, le dio a comer un poco de miel de las flores y le dijo que era muy bonita, aunque de ninguna manera tanto como la hembra de un abejorro. Un rato después todos los abejorros que vivían en el árbol se acercaron a visitarla. Se quedaron contemplando a la muchacha, y luego las jóvenes hembras dieron vuelta las antenas y dijeron: "Sólo tiene dos piernas. ¡Qué fea!"

 
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