-¡Pobre niña! -exclamó la anciana rata de campo, que era ciertamente de buenos sentimientos-.
Entra en mi habitación, al calor, y cena conmigo.
-Y le agradó tanto Pulgarcita que añadió-: Serás bienvenida si quieres quedarte conmigo todo el invierno. Pero tendrás que asear mis habitaciones y contarme cuentos, pues me gusta sobremanera oírlos.
Pulgarcita hizo todo lo que la rata de campo le había pedido, y se encontró muy cómoda en la casita.
-No tardaremos en tener un visitante -dijo un día la rata-. Mi vecino suele venir a verme una vez por semana. Es más bondadoso aún que yo. Tiene una casa amplia, y viste una hermosa levita de terciopelo. Si lograras tenerlo por esposo te encontrarías muy bien provista. Pero es ciego, de modo que tendrás que contarle algunos de tus más bonitos cuentos.
Pulgarcita no se sintió interesada en absoluto por la persona del vecino, pues éste era un topo.
-Es muy rico y muy instruido, y su casa es veinte veces más grande que la mía -insistió la ratita.
El topo vino al fin, vestido con su levita de terciopelo negro. Era rico y culto, sin duda, pero apenas podía hablar del sol y de las flores, pues no los había visto jamás. Pulgarcita tuvo que cantarle algunas canciones de su repertorio. Y el topo se enamoró de ella al oír aquella encantadora voz, pero no dijo nada todavía, pues era extremadamente cauteloso.
No mucho tiempo antes, el topo
había excavado bajo tierra una larga galería que comunicaba la vivienda de la rata de campo con la suya propia. La rata y Pulgarcita recibieron permiso de pasear por aquella galería cada vez que lo desearan. El topo les previno que no se asustaran por la vista de un pájaro muerto que yacía en el pasaje, en perfecto estado de conservación, con su pico y sus plumas, lo que indicaba que no debía de llevar sin vida más que algunos días.