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Fuese cual fuere la causa, lo cierto, al menos, es que la
iglesia de los capuchinos nunca había visto una concurrencia tan nutrida. Todos
los rincones se hallaban repletos, todos los asientos ocupados. Se utilizaron
inclusive las estatuas que adornaban las largas naves. Los chicos se colgaban de
las alas de los querubines; San Francisco y San Marcos tenían, cada uno, un
espectador en sus hombros. Y Santa Ágata se veía en la necesidad de soportar una
doble carga. La consecuencia era que, a pesar de toda su prisa y diligencia, al
entrar en la iglesia nuestras dos recién llegadas buscaron en vano un
lugar. Pero la anciana continuó avanzando. Inútiles fueron las exclamaciones
de desagrado que se le dirigieron desde todas partes; inútil que se le
dijera: -Le aseguro, señora, que no hay lugar aquí. -¡Le ruego, señora,
que no me empuje de manera tan intolerable! -Señora no puede pasar por aquí.
¡Por Dios! ¡Cómo puede ser tan molesta la gente! La anciana era obstinada y
siguió adelante. A fuerza de perseverancia y de dos brazos musculosos, se abrió
paso entre la muchedumbre y consiguió introducirse en el cuerpo mismo de la
iglesia, no muy lejos del púlpito. Su compañera la había seguido con timidez y
en silencio, aprovechando los esfuerzos de su guía. -¡Virgen Santísima!
-exclamó la anciana con tono de desaliento, mientras lanzaba en derredor una
mirada escudriñadora. ¡Virgen Santísima! ¡Qué calor, qué apiñamiento! Me
pregunto qué puede significar todo esto. Creo que debemos regresar; no hay ni un
asiento disponible y nadie parece tener la suficiente bondad como para cedernos
el suyo.
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El Monje
de Matthew G. Lewis
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