Era un 13 de diciembre del año 1828 en la estancia de don Almeyra. Cerca de
las tres, pasado el mediodía. La tarde olía a fuego. Un regimiento de soldados
intentaba descansar haciendo cuerpo a tierra contra los tiernos pastizales. Pero
la tierra, ese día y a esa hora, estaba estéril de frescor y de ternura. Una
leve brisa del Norte apuraba murmullos de sed y de muerte. Ya la hora acordada
por el verdugo se cumpliría en breve plazo. La última hora de vida de Juan
Manuel se cumplirá a las tres de la tarde.
Bajo un tala incapaz de guarecer tanta sed y cansancio, intento dormitar. Es
en vano. A unos metros se ha detenido hace rato una volanta. La han traído desde
el Salto, con numerosa custodia -gente del coronel Pacheco-. Imagino habrá de
ser alguien importante. Veo a don Lamadrid ir de un lado a otro, nervioso,
irritable y apesadumbrado como no lo había visto antes. Se me acerca un
sargento.
-¡Usted, cabo, forme grupo con aquellos!
Volví a sentir el dolor que me causaban las botas. El cuerpo de infantería
del general Lavalle no tenía con qué repararlas. Menos aún reemplazarlas. Hace
pocos días habíamos tenido un encuentro feroz con la gente del coronel Dorrego
-quién diría, yo un soldado raso de su pueblo, peleando para hacerle el juego a
los cogotudos-. El graznido cercano de un cuervo se me metió de golpe, como
puñalada, en los oídos. Levanté la vista -ya la llevaba casi enterrada de tanto
penar entre pelea y pelea-. En la volanta alguien parecía escribir.
Era verano antes de tiempo. Las lentas horas de un mediodía sofocante
llamaban a la siesta. Los soldados se arremolinaban, buscando alguna efímera
partícula de sombra donde guarecerse. Para Juan Manuel cada segundo era una gota
de vida que se le iba. Encerrado en la volanta que intentó llevarlo al Uruguay,
llenaba su último espacio con visiones de Ángela y de sus hijas. Nadie allí
entendía por qué. Ni el propio Lavalle. La razón estaba más lejos, en la ciudad
portuaria. De allí vino la orden. De señores con levita y modales de tertulia.
En Navarro el calor cocinaba a fuego lento a los hombres y las bestias. Cerca
del Talar agonizaban dos hombres que sabían de epopeyas y de arrojo. Dos muertes
inútiles y malditas. Uno deambulaba como enfermo por los escasos metros de un
espacio circunstancial y ajeno. Parecía anticipar su propio drama que se
avecinaba. El otro relataba su perplejidad póstuma en breves notas a su Ángela y
amigos. Hubiera querido verlos y darles un último abrazo. Pero sólo le dieron
una hora más de vida.
-El sargento nos pidió que preparáramos los fusiles. Habrá una ejecución
-dijo.
No pude contenerme.
-Soy soldado, no soy un verdugo -murmuré.
-¡Pucha, se me hace hiel la boca! ¿Quién es el desgraciado?
-¡Son órdenes de Lavalle, así que aquí no se pregunta, cabo..!
Me guardé a callar como pude. Una sensación de amargura empezó a subirme por
la boca del estómago. Deben ser el calor y la sed -pensé-. Pero este entuerto me
sabía a premonición. Esta vez miré el fusil como si fuera un enemigo. Tantas
veces que mi vida había dependido de él, ahora me subía un odio incontenible. Se
me acercó el suboficial Fuentes y trató de calmarme.
-Son órdenes, cabo... son órdenes.