El sol había recalentado los metales y el fusil me quemaba las manos. Cosa de
Mandinga -pensé- que hoy no quiere que lo agarre. Con otros seis formamos línea.
Nos llevaron a esperar cerca de la volanta. No podía aguantar ni el calor, ni el
fusil, ni el graznido del cuervo, ni esa orden del sargento.
Cuando lo vi bajar de la volanta se me heló la sangre. Quise salir corriendo
-hubiera sido la única vez en mi vida-, o meterlo en la volanta y escapar a tiro
limpio de esta madriguera. Quise llorar. No pude. Era tanto que se me atragantó
todo aquí en el pecho. Alguien lo acompañó hasta el lugar donde recibiría la
descarga. A pocos metros de nosotros. Nos miró a todos. Me miró. Sentí que mis
rodillas se hincaban solas en la tierra pidiendo perdón. ¿Qué debía hacer?
-pensaba mientras volvía a erguirme-. Evitar que sufra -me contesté casi de
inmediato-. Si mis compañeros yerran sus tiros, no soportaría el espectáculo. De
reojo vi que ellos no la pasaban mejor que yo. Por entre barbas crecidas,
cicatrices y arrugas nacidas en cientos de combates y escaramuzas, caían gotas
que no eran de sudor. Estos van a apuntar para cualquier lado -pensé-. Sin
quererlo se la van a hacer más jodida para don Manuel. ¡La pucha que lo tiró con
mi suerte..!
Lo vi tieso y pálido. Su cabeza inclinada por aquella vieja herida en el
cuello. Con un trapo amarillo le vendaron los ojos. Algo le gritó a su primo, el
confesor. No escuché la orden del sargento. Sólo el graznido punzante del
cuervo. La descarga sonó como trueno en mis oídos.
Las aves espantaron sus alas al unísono. Se desplomó sin un quejido. Un
silencio total partió hacia campo traviesa. Se acercaron a él.
-Cerca de la sien... no hace falta el tiro de gracia... -oí decir-.
Todo entonces fue rojo sangre. Los campos, las bestias y los hombres se
incendiaban sin remedio. Como si de golpe se hubieran abierto compuertas de
venas subterráneas y sus contenidos vertidos en gruesas y macabras pinceladas,
hasta donde cubriera la vista. Eran las tres, pasado el
mediodía.