La modestia y la gracia con que saludaba
enardecieron aún más al público. ¡Qué mujer! Una verdadera señora; y en cuanto a buenos sentimientos, todos recordaban detalles de su biografía. Aquel padre anciano, al que todos los meses enviaba una pensión para que viviera con decencia; un viejo feliz que desde Madrid seguía la carrera de triunfos de su hija por todo el mundo.
Aquello era conmovedor. Algunas
señoras se llevaban a los ojos una punta del guante, y en el paraíso, un vejete lloriqueaba, metiendo la nariz en el embozo de la capa para sofocar sus gemidos. Algunos vecinos se reían: «¡Vamos, hombre, que no es para tanto!»
La representación seguía su
curso en medio de los ecos del entusiasmo. Ahora el heraldo invitaba a los
presentes, por si alguno quería defender a Elsa. Bueno; adelante. Aquel
público que se sabía de memoria la ópera, estaba en el
secreto. No se presentaría ningún guapo. Después, con
acompañamiento de tétrica música, avanzaron las damas
veladas para llevarse a la condesa al suplicio. Todo era broma; Elsa estaba
segura. Pero cuando los bravos guerreros brabanzones se agitaron en la escena,
viendo a lo lejos el misterioso cisne y su barquilla y se fue armando en la
imperial Corte una batahola de dos mil demonios, el público, por
acción refleja, se movió ruidosamente, arrellanándose en el
asiento, tosiendo, suspirando, revolviéndose para hacer provisión
de silencio. ¡Qué emoción! Iba a presentarse Franchetti, el
famoso tenor, un gran artista, de quien se murmuraba que había casado con
la López buscando una compensación a sus facultades decadentes en
la frescura y valentía de su mujer. Aparte de esto, un maestrazo que
sabía salir triunfante con auxilio del arte.
¡Ah!... Ya estaba allí, en pie en el esquife, apoyado en larga espada, el escudo embrazado, cubierto el pecho de escamas de acero, irguiendo su arrogante figura de buen mozo, festejada por toda la aristocracia de Europa y deslumbrando de cabeza a pies, cual un pescado de plata envuelto en seda.