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Silencio absoluto; aquello parecía una iglesia. El tenor miraba su cisne como si allí no hubiese otro ser digno de atención, y en el místico ambiente fue desarrollándose un hilo de voz tenue, dulce, vagaroso, cual si viniera de una distancia invisible.

Mercé, mercé, cigno gentil!...

¿Qué fue lo que estremeció todo el teatro poniendo en pie a los espectadores? Algo estridente como si acabara de rasgarse la vieja decoración del fondo; un silbido rabioso, feroz, desesperado, que pareció hacer oscilar las luces de la sala.

¡Silbas a Franchetti antes de oírle! ¡Un tenor de cuatro mil francos! La gente de palcos y butacas miró al paraíso con el ceño fruncido; pero arriba la protesta fue más ruidosa. ¡Granuja! ¡Canalla! ¡Golfo! ¡A la cárcel con él! Y todo el público, arremolinándose, en pie y con el puño amenazante, señalaba al vejete que, cuando cantaba la tiple, metía la nariz en la capa para llorar, y ahora se erguía intentando en vano hacerse oír. ¡A la cárcel, a la cárcel!

Pisando gente entró la pareja, y el viejo pasó a empujones de banco en banco, abofeteando a todos con su capa caída y contestando con desesperados manoteos a los insultos y amenazas, mientras que el público rompía a aplaudir estrepitosamente para animar a Franchetti, que había interrumpido su canto.

En el pasillo detuviéronse el viejo y los guardias, respirando ansiosamente, magullados por el gentío. Algunos espectadores los siguieron.

-¡Parece imposible! -dijo uno de los guardias-. Una persona de edad y que parece decente...

 
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Un silbido de Vicente Blasco Ibáñez   Un silbido
de Vicente Blasco Ibáñez

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