-¿Y usted qué sabe?
-gritó el viejo con expresión agresiva-. Mis razones tengo para
hacer lo que he hecho. ¿Sabe usted quién soy yo? Pues soy el padre de Conchita, de esa que se llama en el cartel la Franchetti, de la que aplauden con tanto entusiasmo los imbéciles. ¿Qué tal?... ¿Les parece raro que silbe?... También yo he leído los periódicos. ¡Qué modo de mentir! «La hija amantísima... » «El padre querido y feliz...» Mentira, todo mentira. Mi hija ya no es mi hija; es un culebrón, y ese italiano un granuja. Sólo se acuerdan de mí para enviarme una limosna, ¡cómo si el corazón comiera y le contentase el dinero! Yo no tomo un cuarto de ellos; primero morir; prefiero molestar a los amigos.
Ahora sí que era oído el
viejo. Los que le rodeaban sentían hambrienta curiosidad ante una
historia que tan de cerca tocaba a dos celebridades artísticas. Y el
señor López, insultado por todo el público, deseaba
comunicar a alguien su indignación, aunque fuese a los
guardias.
-No tengo más familia que
ésa. Comprendan mi situación. Se crió en mis brazos: la
pobrecita no conoció a su madre. Sacó voz; dijo que quería
ser tiple o morir, y aquí tienen ustedes al bonachón de su padre
decidido a que fuese una celebridad o a morir con ella. Los maestros dijeron:
«¡A Milán!», y allá va el señor López con su niña, después de dimitir su empleo y vender los cuatro terrones heredados de su padre. ¡Válgame Dios, y cuánto he sufrido! ¡Cuánto he trotado antes del début, de maestro en maestro y de empresario en empresario! ¡Qué humillaciones, qué vigilancias para guardar a mi niña y qué privaciones., sí, señores, privaciones, y hasta hambre, cuidadosamente ocultada, para que nada faltase a la señorita! Y cuando cantó por fin y comenzó a sonar su nombre, cuando yo me extasiaba ante los resultados de mi sacrificio, llega ese fantasmón de Franchetti, y cantando sobre las tablas dúos y más dúos de amor, acaban por enamoriscarse, y tengo que casar a la niña para que no me ponga mal gesto ni me parta el alma con sus lloros. Ustedes no saben lo que es un matrimonio de cantantes. El egoísmo haciendo gorgoritos. Ni cariño, ni corazón, ni nada; la voz, sólo la voz. Al ladrón de mi yerno le molesté desde el primer momento; tenía celos de mí, quería alejarme para dominar en absoluto a su mujer; y ella, que ama a ese payaso, que cada vez está más unida a él por las ovaciones, dijo que sí a todo. ¡Las exigencias del arte! ¡Su modo de vivir, que no les permite deberes de familia, sino el arte! Estas fueron sus excusas y me enviaron a España; y yo, por reñir con ese farsante, reñí con mi hija. Hasta hoy no los había visto..., señores; llévenme ustedes donde quieran, pero declaro que siempre que pueda vendré a silbar a ese ladrón italiano... He estado enfermo, estoy solo; pues revienta, viejo, como si no tuvieras hija. Tu Conchita no es tuya: es de Franchetti... Pero no, es el arte. Y ahora digo yo: Si el arte consiste en que las hijas olviden a los padres que por ellas se sacrificaron, digo que me futro en el arte, y que más me alegraría encontrarme a mi Concha al entrar en casa remendando mis calcetines.
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