Junto a mí, tomé mi sarta de
bagresitos «duros pa morir», que aún coleaban en la desesperación de su asfixia
lenta, y envolviendo el hilo de mi aparejo en la caña, clavando el anzuelo en el
corcho, dirigí mi andar hacia el pueblo en el que comenzaban a titilar las
primeras luces.
Sobre el tendido caserío bajo, la
noche iba dando importancia al viejo campanario de la Iglesia.