Don Fabio Cáceres vino a buscarme
una vez, preguntándome si quería pasear con él por su estancia. Conocí la casa
pomposa, como no había ninguna en el pueblo, que me impuso un respeto silencioso
a semejanza de la Iglesia, a la cual solían llevarme mis tías, sentándome entre
ellas para soplarme el rosario y vigilar mis actitudes, haciéndose de cada reto
un mérito ante Dios.
Don Fabio me mostró el gallinero,
me dio una torta, me regaló un durazno y me sacó por el campo en «salce» para
mirar las vacas y las yeguas.
De vuelta al pueblo conservé un
luminoso recuerdo de aquel paseo y lloré, porque vi el puesto en que me había
criado y la figura de «mamá», siempre ocupada en algún trabajo, mientras yo
rondaba la cocina o pataleaba en un charco.