Hasta llegué a escaparme de noche
e ir un Domingo a las carreras, donde hubo barullo y sonaron algunos tiros sin
mayor consecuencia.
Con todo esto parecíame haber
tomado rango de hombre maduro y a los de mi edad llegué a tratarlos, de buena
fe, como a chiquilines desabridos.
Visto que me daban fama de
vivaracho, hice oficio de ello satisfaciendo con cruel inconsciencia de chico,
la maldad de los fuertes contra los débiles.
-Andá decile algo a Juan Sosa
-proponíame alguno- que está mamao, allí, en el boliche.
Cuatro o cinco curiosos que
sabían la broma, se acercaban a la puerta o se sentaban en las mesas cercanas
para oír.
Con la audacia que me daba el
amor propio, acercábame a Sosa y dábale la mano: