El
pasado 29 de agosto, Walt
W. Rostow,
consejero de seguridad nacional de la Casa Blanca, le comentó al presidente que
en los próximos días podría verse un creciente nivel de violencia en la ciudad
de México con la posible cancelación de los Juegos Olímpicos. La CIA también le
había notificado al embajador Fulton Freeman, al secretario de Estado, Dean
Rusk, y al propio presidente, que el potencial para incidentes violentos era
alto. Si se toleraba ese movimiento, se podría esparcir como reguero de pólvora,
sin posibilidad de aprehender a quienes incitaron y dirigen esa acción civil que
podría volverse armada con la creación de guerrillas auspiciadas por el
comunismo internacional, lo que parecía venirse planeando desde el 18 de octubre
de 1963, cuando en Baden-Baden, República Federal de Alemania, en la sesión
plenaria del Comité Olímpico Internacional, México ganó la sede de los Juegos
Olímpicos de 1968 con el rotundo apoyo del bloque
comunista.
Los
documentos eran enfáticos al concluir que Estados Unidos impediría por cualquier
medio que México fuera un país comunista: atentaría contra la seguridad nacional
y afectaría la estabilidad económica, política y social de la región. Por ende,
sería un foco de rebeldía que podría generalizarse a todos los países libres y
democráticos de América Latina. Tenía que actuarse, aunque algunos sociólogos,
estudiosos del tema sociedad mexicana, consideraban que ese movimiento se
detendría en los estratos populares, campesinos y obreros: era una nación
sensiblemente apática y profundamente religiosa. Tenían entendido que en cada
iglesia a lo largo y ancho del país, los sacerdotes convencían a la gente de que
los estudiantes eran comunistas, y ser comunista era ser enemigo de la fe, así
que nadie iba a secundarlos a pesar de que hubiera muertos; tal como se demostró
el pasado 14 de septiembre, cuando los habitantes de San Miguel Canoa, azuzados
por el cura, lincharon a tres estudiantes de la Universidad de Puebla, quienes
iban de excursión hacia las montañas, por comunistas y enemigos de la fe. Además
de que los habitantes de la ciudad de México estaban cada día más fastidiados y
cansados de los desmanes que realizaban los estudiantes, como quemar el
transporte públicos e impedir la circulación vehicular.
Por
último, se le comunicaba -a fin de subrayar la importancia de la misión- que ese
mismo día llegarían del cuartel general de la CIA en Langley, Virginia, los
experimentados agentes Richard McGarrah Helms (director de la CIA) y Allen Welsh
Dulles (ex director de la CIA y ex miembro de la Comisión Warren que investigó
el homicidio de John F. Kennedy), con un plan operativo preparado por los
analistas de la Compañía y de la Agencia de Inteligencia de la Defensa para
aplicarse en el caso mexicano, con las adecuaciones que considere pertinentes
Winston Scott, jefe de la Estación de la CIA en México, y el grupo operativo
involucrado.