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Recogió
primero su maleta de cuero negro y largas correas, más grande que la metálica de
color café, y caminó sin prisa por los pasillos resbaladizos del aeropuerto. Un
maletero puso el equipaje en su diablo para llevarlo hasta un taxi. Tuvo la
impresión de que las personas que lo miraban tenían ojos de lobo y despedían un
olor agridulce. Las voces eran incomprensibles, así como el altoparlante con una
voz femenina que anunciaba las salidas y las llegadas de las aeronaves. Voz
entretejida con el llanto berrinchudo de los niños. Asimismo, observaba con
envidia que la mayoría de los pasajeros eran recibidos con abrazos y besos por
personas de todas las edades. Sintió la soledad que lo asaltaba en ocasiones
como esa, porque a sus treinta y cinco años permanecía soltero y sin hijos. A
veces anhelaba tener una familia aunque fuera tan pobre como la que tuvo en
Oklahoma, donde nació y vivió su juventud entre las extensas llanuras del centro
de Estados Unidos, rodeado de campos de trigo, cultivos de sorgo, y granjas que
amontonaban en sus pequeños terrenos a gallinas, cerdos y una o dos vacas. Allí,
donde los vientos, a veces impetuosos, recorrían los graneros más grandes del
mundo. Una vasta región que sufrió las consecuencias de la Gran Depresión de la
década de 1930, cuando la sequía, los bajos precios de las cosechas y la erosión
causada por los arados casi terminaron con la tierra. En ese ambiente nació el
18 de febrero de 1933 en Muskogee, Oklahoma, donde vivió sus primeros años, y de
donde emigró con sus padres y su hermana en 1940 a un suburbio aislada para
negros e indios de Oklahoma City, donde sólo había una tienda de comestibles
poco surtida, una iglesia y casas destartaladas de madera, una junto a otra que
flanqueaban amplias y terrosas calles. Su padre era un alcohólico violento que
siempre usaba un desgastado pantalón con peto de mezclilla azul marino y un
sombrero de felpa gris, viejo y arrugado. Trabajó durante algunos años para un
contratista de la construcción, cuyo poco salario lo dilapidaba en el whisky
Early Times, y cuando llegaba a casa, golpeaba por cualquier insignificancia a
su esposa, manoseaba a su pequeña hija y fustigaba a su hijo con un cinturón. Su
padre murió en medio de la calle, golpeado y apuñalado por otro alcohólico del
lugar cuando salía de su trabajo en la rehabilitación del Walnut Avenue Bridge.
Su madre tuvo que lavar ropa ajena y trabajar como empleada doméstica para que
sus hijos subsistieran hasta poder valerse por sí mismos. La infancia de
Hoffmann se esfumó tan veloz como un suspiro de los tornados de Oklahoma. A los
dieciocho años tomó un autobús en Streetcar Terminal y se fue gustoso a la
guerra de Corea como infante de marina. Quería romper su infortunio; buscar «una
vida mejor» para él y su familia en algún otro lugar del país cuando terminara
la guerra, sin el fantasma de la segregación racial. Su madre
murió
de tuberculosis en 1953, aunque quizás fueron las penas acumuladas y el intenso
trabajo los verdaderos motivos que la llevaron a la tumba.
Corea
fue una guerra que lo preparó para la vida que llevaba. Siempre lo escogían para
la ejecución de presos norcoreanos y chinos, e invariablemente se
mostraba sereno al cumplir con «su deber». Se consideraba un hombre que
acarreaba la mala suerte a quienes estimaba, pues recordaba a entrañables seres
queridos asesinados o desaparecidos. Por tal razón, evitaba el contacto con sus
compañeros, quienes por su lado, también lo evitaban a él.
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Consiga La CIA en Tlatelolco de Manuel Calleros Pavón en esta página.
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