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Travesía hacia La Salamanca
Existe una variada cantidad de mitos y leyendas. Algunas nacen al ser contadas y, antes de que las pongan en palabras, conmocionan a quien la cuenta y a quienes escuchan. La Salamanca es una de esas leyendas que se cuentan en los fogones y se transmiten de generación en generación, aunque siempre hay detalles que permanecen en secreto y ocultos en las sombras de la memoria. Así como los cuentos sirven para exorcizar los miedos, si las pesadillas tienen una utilidad, es la de ahuyentar a nuestros demonios internos. Tayel Melipan era alfarero y vivía de los cacharros de barro que hacía para vender a los turistas. Su arte no alcanzaba para mantener su hogar y, en la necesidad de conseguir sustento para su familia, decidió ir con su hijo en busca de algo más que una leyenda, porque desde tiempos inmemoriales se decía que la cueva donde mora La Salamanca, guarda tesoros de oro y plata y piedras tan valiosas que con una sola, podrían dejar de ser pobres ellos y los hijos de sus hijos. Además de cacharros de barro, Tayel también tallaba Calvarios en madera, con una cruz grande en el centro y un Cristo colgando, y su religiosidad no impedía que estuviera buscando un mito: la entrada a la cueva en las entrañas de la madre tierra, la Pachamama, en cuyo interior –había escuchado decir desde que era un niño–, se celebraban demoníacos aquelarres, fiestas con brujas y pactos con Mandinga, el diablo de los cristianos. Tayel Melipan y su hijo, Newén Melipan, decidieron emprender un viaje recorriendo la distancia entre su aldea y La Salamanca, que se encontraba en algún lugar cercano a Tafí del Valle; pensaron que podían llegar a realizar tal hazaña y a pesar de lo que se contaba, ambos estaban dispuestos a desafiar la leyenda. Cruzaron a pie la gran llanura sobre la que se abatía el calor del día, demorando la marcha. Tenían que levantarse con la alborada, antes del amanecer, cuando todavía el paisaje era difícil de divisar y los animales salvajes no constituían una amenaza. Entonces comenzaban la marcha para aprovechar el fresco de la mañana, antes de que los rayos del sol empezaran a quemar sobre la piel.
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