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Cargar las provisiones que llevaban, hizo que en los primeros días la marcha fuera más lenta, pero a medida que se iban alivianando de la carga, empezaron a temer que no les alcanzara la comida ni el agua para todo el viaje. Aunque se cuidó muy bien de no mostrarlo, Tayel estuvo a punto de ponerse a llorar de desconsuelo, porque en aquel desnudo erial calcinado por un sol inclemente, no había rastro alguno de vida humana. Se secó una vez más el sudor de la frente y pensó en su hijo –mientras buscaba un lugar donde tenderse a descansar, a la sombra que formaba un cerro–. Quizás no debía haberlo traído, porque ambos estaban agotados y en sus pies ya habían empezado a formarse llagas y ampollas que sangraban. Durante varios días subieron y bajaron los cerros que, como mudos y milenarios guardianes, se interponían en su trayectoria. A veces disminuían la marcha, esquivando las serpientes que tomaban sol sobre las piedras, los alacranes que podían esconderse debajo y las arañas que se afanaban tejiendo sus redes entre los arbustos ralos, secos y tan agobiados por el clima como ellos mismos. Después de veinte días y sus noches, llegaron a la entrada de un socavón y se quedaron mirándolo sin hablar, casi sin respirar sabiendo, de alguna manera, que habían llegado a destino. El ocaso comenzaba a dejar paso a la noche, huérfana de luna. Sólo acompañados por la luz de las estrellas en ese páramo en el que el único sonido era el ulular del viento. –Newen, pase lo que pase, tenemos que pelear para no quedar atrapados –dijo Tayel, en voz baja. –Por supuesto padre –contestó Newen, sintiendo que las palabras se le secaban en la boca. –Esta vez no se trata de un simple viaje Newen, recuerda lo que te he contado h?o. Mi padre y el padre de mi padre, relataban que en estas cuevas se organizan fiestas en homenaje al macho cabrío donde se sirven manjares lugareños y se bebe chicha y aloja. No será fácil resistir a estas tentaciones pero tenemos que ser fuertes y hacer lo que sea necesario si queremos regresar con una parte de las riquezas que nos esperan adentro. Dicho esto, se persignaron y encararon la entrada de la cueva.
El pueblo recuerda con tristeza el día que los vieron regresar, tenían manchas en todo el cuerpo y las barrigas tan prominentes, que impresionaba mirarlos. Con la mirada extraviada, balbuceaban incoherencias y proferían sonidos que parecían provenir de una madriguera de serpientes para salir por esos labios resquebrajados. Los dos Melipan, padre e hijo, ya nunca saldrían del lugar en el que estaban sus almas, fuera este el que fuese.
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