La señorita Taylor había estado dieciséis años con la familia
del señor Woodhouse, más como amiga que como institutriz, y muy encariñada con
las dos hijas, pero sobre todo con Emma. La intimidad que había entre ellas era
más de hermanas que de otra cosa. Aun antes de que la señorita Taylor cesara en
sus funciones nominales de institutriz, la blandura de su carácter raras veces
le permitía imponer una prohibición; y entonces, que hacía ya tiempo que había
desaparecido la sombra de su autoridad, habían seguido viviendo juntas como
amigas, muy unidas la una a la otra, y Emma haciendo siempre lo que quería;
teniendo en gran estima el criterio de la señorita Taylor, pero rigiéndose
fundamentalmente por el suyo propio.
Lo cierto era que los verdaderos peligros de la situación de
Emma eran, de una parte, que en todo podía hacer su voluntad, y de otra, que era
propensa a tener una idea demasiado buena de sí misma; éstas eran las
desventajas que amenazaban mezclarse con sus muchas cualidades. Sin embargo, por
el momento el peligro era tan imperceptible que en modo alguno podían
considerarse como inconvenientes suyos.
Llegó la contrariedad -una pequeña contrariedad-, sin que ello
la turbara en absoluto de un modo demasiado visible: la señorita Taylor se casó.
Perder a la señorita Taylor fue el primero de sus sinsabores. Y fue el día de la
boda de su querida amiga cuando Emma empezó a alimentar sombríos pensamientos de
cierta importancia. Terminada la boda y cuando ya se hubieron ido los invitados,
su padre y ella se sentaron a cenar, solos, sin un tercero que alegrase la larga
velada. Después de la cena, su padre se dispuso a dormir, como de costumbre, y a
Emma no le quedó más que ponerse a pensar en lo que había perdido.
La boda parecía prometer toda suerte de dichas a su amiga. El
señor Weston era un hombre de reputación intachable, posición desahogada, edad
conveniente y agradables maneras; y había algo de satisfacción en el pensar con
qué desinterés, con qué generosa amistad ella había siempre deseado y alentado
esta unión. Pero la mañana siguiente fue triste. La ausencia de la señorita
Taylor iba a sentirse a todas horas y en todos los días. Recordaba el cariño que
le había profesado -el cariño, el afecto de dieciséis años-, cómo la había
educado y cómo había jugado con ella desde que tenía cinco años... cómo no había
escatimado esfuerzos para atraérsela y distraerla cuando estaba sana, y cómo la
había cuidado cuando habían llegado las diversas enfermedades de la niñez. Tenía
con ella una gran deuda de gratitud; pero el período de los últimos siete años,
la igualdad de condiciones y la total intimidad que habían seguido a la boda de
Isabella, cuando ambas quedaron solas con su padre, tenía recuerdos aún más
queridos, más entrañables. Había sido una amiga y una compañera como pocas
existen: inteligente, instruida, servicial, afectuosa, conociendo todas las
costumbres de la familia, compenetrada con todas sus inquietudes, y sobre todo
preocupada por ella, por todas sus ilusiones y por todos sus proyectos; alguien
a quien podía revelar sus pensamientos apenas nacían en su mente, y que le
profesaba tal afecto que nunca podía decepcionarla.