Emma volvió la cabeza dividida entre lágrimas y sonrisas.
-Es imposible que Emma no eche de menos a una compañera así
-dijo el señor Knightley-. No la apreciaríamos como la apreciamos si
supusiéramos una cosa semejante. Pero ella sabe lo beneficiosa que es esta boda
para la señorita Taylor; sabe lo importante que tiene que ser para la señorita
Taylor, a su edad, verse en una casa propia y tener asegurada una vida
desahogada, y por lo tanto no puede por menos de sentir tanta alegría como pena.
Todos los amigos de la señorita Taylor deben alegrarse de que se haya casado tan
bien.
-Y olvida usted -dijo Emma- otro motivo de alegría para mí, y
no pequeño: que fui yo quien hizo la boda. Yo fui quien hizo la boda, ¿sabe
usted?, hace cuatro años; y ver que ahora se realiza y que se demuestre que
acerté cuando eran tantos los que decían que el señor Weston no volvería a
casarse, a mí me compensa de todo lo demás.
El señor Knightley inclinó la cabeza ante ella. Su padre se
apresuró a replicar:
-¡Oh, querida! Espero que no vas a hacer más bodas ni más
predicciones, porque todo lo que tú dices siempre termina ocurriendo. Por favor,
no hagas ninguna boda más.
-Papá, te prometo que para mí no voy a hacer ninguna; pero me
parece que debo hacerlo por los demás. ¡Es la cosa más divertida del mundo!
Imagínate, ¡después de este éxito! Todo el mundo decía que el señor Weston no se
volvería a casar. ¡Oh, no! El señor Weston, que hacía tanto tiempo que era viudo
y que parecía encontrarse tan a gusto sin una esposa, siempre tan ocupado con
sus negocios de la ciudad, o aquí con sus amigos, siempre tan bien recibido en
todas partes, siempre tan alegre... El señor Weston, que no necesitaba pasar ni
una sola velada solo si no quería. ¡Oh, no! Seguro que el señor Weston nunca más
se volvería a casar. Había incluso quien hablaba de una promesa que había hecho
a su esposa en el lecho de muerte, y otros decían que el hijo y el tío no le
dejarían. Sobre este asunto se dijeron las más solemnes tonterías, pero yo no
creí ninguna. Siempre, desde el día (hace ya unos cuatro años) que la señorita
Taylor y yo le conocimos en Broadway-Lane, cuando empezaba a lloviznar y se
precipitó tan galantemente a pedir prestados en la tienda de Farmer Mitchell dos
paraguas para nosotras, no dejé de pensar en ello. Desde entonces ya planeé la
boda; y después de ver el éxito que he tenido en este caso, papá querido, no vas
a suponer que voy a dejar de hacer de casamentera.