Al ver el pañuelo amarillo en las manos del
soldado, Dorrego, cuyos ojos brillan con una luz sublime, dice: "No hace falta",
indicando así que la proximidad de la muerte no perturba en lo más mínimo la paz
de su espíritu. El soldado duda. Luego mira al jefe del pelotón, que con un
gesto indica que de todos modos le vende los ojos.
El pesado silencio es quebrado por el
resonar monótono de un tambor que indica que ha llegado el momento. Los
fusileros tienen los ojos llenos de lágrimas y un nudo en la garganta impide al
Capitán Páez dar la orden que todos esperan.
Dorrego, con sonora voz grita: "No es Buenos Aires quien ha manchado
su Historia con el feo borrón de este atentado." Y al notar que ya es tiempo de concluir
con todo, ordena desafiante: "¡Tirad! ¡Tirad!".El Capitán Páez indica abrir
fuego y las armas escupen su ráfaga mortal. Son ocho impactos, siete de ellos se
abren paso en el pecho y un octavo perfora profundamente la frente del que es
llamado Padre de los Pobres. El cadáver muestra una sonrisa de satisfacción por
haberse comportado hasta el último instante acorde a la dignidad de su suprema
investidura.
Por si acaso alguien tenía dudas acerca del
crimen cometido, hasta la Naturaleza misma manifiesta su horror ante tan
horrendo atentado contra el legítimo Gobernador de Buenos Aires. Unas espesas y
negras nubes ocultan la luz del sol, que poco antes relucía en todo su
esplendor. Dicen que algo parecido ocurrió cuando fue crucificado Nuestro Señor
Jesucristo. Los presentes se persignan supersticiosamente, apiadándose del alma
del bravío General Lavalle, condenada sin remedio después de haber cometido
semejante sacrilegio.