Cuando yo me propuse investigar acerca de
esto no entendía los motivos de por qué el General Juan Galo Lavalle, héroe que
sirvió en el Ejército Libertador de José de San Martín, era el instrumento que
cercenaba la vida de un legítimo gobernador federal para servir a los unitarios,
que según el revisionismo de los rosistas, aparecen como servidores del
cipayismo probritánico en el Río de la Plata. Entonces fui descubriendo que el
llamado revisionismo histórico, a pesar de que dice muchas verdades, no explica
adecuadamente nuestro pasado porque la historia argentina no puede explicarse
solamente por la antítesis entre unitarios y federales y tampoco es tan sencilla
como nos la presentan en la escuela primaria. No se reduce al primer gobierno
patrio del 25 de mayo de 1810, ni a que el General Belgrano creó la bandera
nacional, ni tampoco a la inmortal epopeya sanmartiniana. Fue un proceso
espontáneo y vertiginoso, en el cual se debía improvisar permanentemente, dando
respuesta a cuestiones urgentes y apremiantes. Los hombres públicos de entonces
eran bastante idealistas e imaginativos, con una alta dosis de optimismo rayana
en el delirio, pero también tenían buen criterio y sentido común.
Debemos comprender que la gesta
emancipadora hispanoamericana fue elaborada y dirigida por la élite propietaria
e ilustrada, que ejerció su influjo sobre las clases populares americanas
analfabetas, cuyo estado de civilización y condiciones sociopolíticas eran muy
cercanos a los de los indígenas. De ahí que cada patricio dedicado a la
actividad pública tuviese su propio criterio respecto a como debía organizarse
los flamantes estados independizados del yugo español. De esa manera, cada
personalidad descollante encarna un proyecto político diferente y una vez
desaparecido el prócer, sus ideas tal cual eran desaparecían, aunque si el
mensaje era muy seductor, surgían continuadores que modificaban algunos aspectos
del planteo original.
Dorrego no escapa a esta realidad, pero su
personalidad aparece única por su actitud populachera, entremezclándose con los
conductores de carretas, los sirvientes o los soldados, aunque estos fueran
compadritos de las orillas de Buenos Aires o esclavos emancipados. Esta actitud
incomprensible para sus aristocráticos contemporáneos, incluso muchos federales,
que veían las diferencias sociales como algo natural, calificaban a nuestro
protagonista como demagogo. Algunos autores han mostrado a Rosas en una postura
semejante, lo cual no es totalmente correcto, pues el restaurador de las leyes
tenía actitudes populares, pero nunca dejaba de ser un patrón de estancia y en
tal calidad era querido y respetado. En cambio Dorrego es un revolucionario que
nunca pierde el espíritu de 1810 y para quien el objetivo de la independencia es
la república democrática, pues toda monarquía es sinónimo de despotismo y en tal
condición es repudiable, sea española, extranjera o criolla.