A pesar de la estricta imparcialidad con que Sergio Ivanovich
meditó los argumentos del publicista, no se detuvo en los defectos que le
achacaba, ni en los errores de que hacía burla, sino que, involuntariamente, su
pensamiento le llevó a recordar su encuentro con el cronista y la conversación
que había sostenido con él.
«¿Le habré ofendido en algo?», se preguntaba.
Y al acordarse de que en su encuentro con aquel joven
periodista, le había corregido unas palabras acreditativas de su ignorancia,
Sergio Ivanovich encontró la explicación del artículo.
A esto siguió un silencio absoluto en la prensa y en todas
partes y Sergio Ivanovich comprendió que su trabajo de seis años, realizado con
tanto cariño, no dejaba huella alguna.
Su situación era entonces tanto más penosa cuanto que,
terminado el trabajo literario que le había ocupado todo aquel tiempo, se pasaba
ocioso mucha parte del día.
Kosnichev, inteligente, instruido, sano, no sabía a qué dedicar
su actividad. Las charlas en salones, reuniones, congresos y comités -es decir,
en todos los lugares donde cabía discutir- ocupaba parte de su tiempo. Pero él,
residente en la ciudad hacía muchos años, no se prodigaba por completo a las
conversaciones como su inexperto hermano cuando llegaba a Moscú. Así que le
quedaba mucha energía inempleada.
Afortunadamente para él, en aquel tiempo que le fue tan
doloroso en virtud del poco éxito de su libro, la cuestión de los disidentes
vino a sustituir a la de los amigos americanos, a la del hambre en Samara y a la
del espiritismo, la del problema eslavo, que antes apenas se trataba en
sociedad; y Sergio Ivanovich, ya antes estimador de este asunto, ahora se
consagró a él enteramente.