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En el mundillo de Kosnichev no se hablaba ni discutía de otra cosa que de la guerra servia. Cuanto hace en general la gente ociosa para matar el tiempo, se hacía ahora en beneficio de los eslavos. Los bailes, conciertos, discursos, modas, y hasta las tabernas y cervecerías, servían para proclamar la adhesión a los hermanos de raza.

Sergio Ivanovich no estaba de acuerdo, en detalle, con mucho de lo que se comentaba y escribía.

Veía que la cuestión eslava se había convertido en un tema de moda, uno de esos que, cambiando de tiempo en tiempo, sirven de distracción a la sociedad.

Comprobaba también que muchos se ocupaban del asunto con fnes de vanidad o provecho. Reconocía que los periódicos decían muchas cosas innecesarias a fin de atraer la atención sobre ellos por gritar más fuerte que los demás. Y notaba, sobre todo, que en aquel momento de entusiasmo general, bullían y gritaban más todos los fracasados y resentidos: los generales sin ejército, los ministros sin ministerio, los jefes de partido sin partidarios.

Apreciaba que en todo aquello había mucho de ridículo y de frívolo, pero a la vez descubría un entusiasmo creciente, indudable, que unía a todas las clases sociales, un entusiasmo con el que forzosamente había de simpatizar.

La matanza de eslavos, de gente de la misma religión, había despertado compasión hacia las víctimas a indignación contra los opresores. El heroísmo con que servios y montenegrinos luchaban por la gran causa había hecho nacer en todo el pueblo ruso el deseo de ayudar a sus hermanos, no sólo con palabras, sino con obras.

Había aún otro hecho que llenaba de alegría a Sergio Ivanovich, y era la manifestación de la opinión pública. El pueblo manifestaba sus deseos de una manera defnida. El alma popular se expresaba, como decía él. Y cuanto más profundizaba aquel movimiento, más se convencía de que estaba destinado a alcanzar proporciones inmensas, a hacer época.

 
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