Y a lo lejos señoreaban las murallas y almenas del castillo. Yehuda sabía por
qué lo había convocado el emperador Rodolfo II de Habsburgo, con tanto misterio.
A veces incluso personajes del rango de un Yehuda Lev ben Bezalel debían
comportarse como vulgares fisgones y hacer malabares para acudir a citas
decisivas.
Le llamaron la atención los viñedos que se descolgaban de una colina cercana:
los labriegos terminaban la jornada.
-¿Cuánto más esperaré? -se oyó decir.
Al ocultarse, el sol parecía ordenar el movimiento de las nubes que se
desplazaban tomando un color amarillo rojizo, en contraste con la negrura
estampada en la imponente fortaleza de piedra erigida en el fondo. El ocaso.
Pronto lo sucedieron las tinieblas. Era el momento.
Un carro se detuvo ante él. Yehuda no necesitó preguntar nada, las
instrucciones del emperador habían sido muy precisas. Sin hablar, ayudado por
una vana sombra, se ocultó bajo el forraje seco. Sólido al principio, con el
movimiento del carromato y bajo su peso, ese colchón con aroma a prado otoñal
comenzó a quebrarse. El Gran Rabino sintió cómo el bamboleo lo hundía cada vez
más. Lo aterraba la falta de aire, agravada por ese polvillo en la nariz, esos
cosquilleos en la garganta, esos estornudos sofocados. El girar de las ruedas y
el golpeteo cansino de los caballos en las callejuelas de piedra retumbaban en
sus oídos. Y también dependía Yehuda de su olfato, percibía en su recorrido
distintos aromas: el olor grasiento de un caldero al fuego (imaginaba la miseria
en ese olor), el hedor ácido al pasar frente a la taberna de Svan, el sueco (le
llegaban las groseras risotadas provenientes del interior).