Yehuda Lev ben Bezalel, conocido por todos como el rabino Löw, se maldecía:
¡nada menos que el Gran Rabino de Praga dejarse transportar de esa manera! Temía
que, en la oscuridad, alguien pudiera descubrir el blanco de sus ojos. El sonido
a hueco le indicó que estaban atravesando el puente levadizo.
Rodearon el castillo hasta llegar a la zona de las caballerizas. La presencia
del carromato del heno a esa hora desacostumbrada no asombró a los hombres
agazapados en la oscuridad: ni siquiera les pidieron el santo y seña.
Rápidamente ayudaron a Yehuda a bajar. Sacudieron de su ropa el polvillo gris
terroso y restregaron con un paño sus zapatones. Ni las hebillas quedaron sin
relucir.
Yehuda se peinó como pudo y trató de volver a su forma original ese higo
mustio en que se había convertido su sombrero. El viajero furtivo se sintió
digno nuevamente: a pesar de todo ese trajinar humillante, él era uno de los
pocos privilegiados que, a través de una entrada secreta, accedía a los
aposentos de quien había sido dueño del Sacro Imperio Romano Germánico, como los
gentiles amaban decir.
Aquel ambiente pétreo lo asfixiaba. Los sellados ventanucos de alabastro, las
arcadas de los muros de piedra y los lujosos tapices siempre le habían causado
esa sensación de ahogo, de encierro. O quizá lo asfixiaba el fuego del hogar.
Sabía que el rey necesitaba esa temperatura caldeada, incluso en verano, pues a
menudo sufría escalofríos y fiebres altas. Varias veces había visto a Sophia,
protegida de Rodolfo II, ponerle paños fríos en la frente hasta que lograba
calmarlo. Pero ahora no. Impaciente, el rey recorría de extremo a extremo la
inmensa antecámara.
Yehuda inició una reverencia. Dijo:
-Majestad...
-Dejaos -lo interrumpió Rodolfo II-. Dejaos de protocolo. La cosa es
seria.