-Lo supongo. Si el motivo por el que me habéis convocado es el mismo que a mí
me está quitando el sueño, ya lo creo que es seria, Majestad.
-Estoy preocupado, Yehuda.
-Yo también.
-Isaías se ahorcó. No tenía motivos, que yo sepa. También se suicidó Josefo
Cardeniel, el otro poderoso banquero. ¿Os imagináis a Josefo, esmirriado y cojo,
trepado a la baranda del puente para arrojarse al Moldava?
Yehuda, acariciándose la barbilla, seguía con la mirada los inquietos
movimientos del soberano.
-Estos "accidentes", mi querido Yehuda, me hicieron retroceder varios años.
Recordé la enigmática y nunca aclarada muerte de Mordechai Maisl.
-El más famoso alcalde del ghetto.
-Perdón, rabbí: no olvidéis que además era mi ministro de finanzas, el hombre
en quien yo depositaba mi confianza... -Rodolfo II hizo silencio, tomó de su
escritorio un abrecartas encabado en marfil y jugó con él, pensativo-. Tres
-dijo-. Tres acaudalados judíos muertos en circunstancias extrañas, dos de ellos
en una semana. Todos ligados a mí, y no sólo por razones comerciales. ¿No creéis
que es como para llamar la atención? ¡Además, los de vuestra estirpe silencian
todo de una manera tan absoluta...! Por eso os necesito. Estoy sumamente
inquieto.
-Sí que es inquietante. A mí también me alarma lo que está ocurriendo,
Majestad. Y mucho.
-¿Qué pensáis?
-¿Qué pienso? ¿De verdad queréis saber qué pienso? En ellos pienso. En
quienes os rodean, encabezados por el perverso Hans de Rückowicz. En aquellos
que odian a los judíos. Son también un peligro para vos, no sólo para nosotros.
Si no ponemos coto a esto, habrá un próximo asesinato. Eso no le conviene a
nadie, menos a vos y a mí.
-¿Creéis que llegó la hora de actuar?