DON DIEGO. - Ha sido conveniente el hacerlo así.
Aquí me conocen todos, y no he querido que nadie me vea.
SIMÓN. - Yo no alcanzo la causa de tanto retiro. Pues
¿hay más en esto que haber acompañado usted a doña
Irene hasta Guadalajara para sacar del convento a la niña y volvernos con
ellas a Madrid?
DON DIEGO. - Sí, hombre, algo más hay de lo que
has visto.
SIMÓN. - Adelante.
DON DIEGO. - Algo, algo... Ello tú al cabo lo has de
saber, y no puede tardarse mucho... Mira, Simón, por Dios te encargo que
no lo digas... Tú eres hombre de bien y me has servido muchos años
con fidelidad... Ya ves que hemos sacado a esa niña del convento y nos la
llevaremos a Madrid.
SIMÓN. - Sí, señor.
DON DIEGO. - Pues bien... Pero te vuelvo a encargar que a nadie
lo descubras.
SIMÓN. - Bien está, señor. Jamás he
gustado de chismes.
DON DIEGO. - Ya lo sé, por eso quiero fiarme de ti. Yo,
la verdad, nunca había visto a la tal Paquita; pero mediante la amistad
con su madre he tenido frecuentes noticias de ella; he leído muchas de
las cartas que escribía; he visto algunas de su tía la monja, con
quien ha vivido en Guadalajara; en suma, he tenido cuantos informes pudiera
desear acerca de sus inclinaciones y conducta. Ya he logrado verla; he procurado
observarla en estos pocos días, y, a decir verdad, cuantos elogios
hicieron de ella me parecen escasos.