SIMÓN. - ¡Valor! ¿Todavía pide usted
más valor a un oficial que en la última guerra, con muy pocos que
se atrevieron a seguirle, tomó dos baterías, clavó los
cañones, hizo algunos prisioneros y volvió al campo lleno de
heridas y cubierto de sangre?... Pues bien satisfecho quedó usted
entonces del valor de su sobrino. v yo le vi a usted más de cuatro veces
llorar de alegría, cuando el rey le premió con el grado de
teniente coronel y una cruz de Alcántara.
DON DIEGO. - Sí; señor, todo es verdad; pero no
viene a cuento. Yo soy el que me caso.
SIMÓN. - Si está usted bien seguro de que ella le
quiere, si no le asusta la diferencia de la edad, si su elección es
libre...
DON DIEGO. - Pues ¿no ha de serlo?... ¿Y
qué sacarían con engañarme? Ya ves tú la religiosa
de Guadalajara, si es mujer de juicio; ésta de Alcalá, aunque no
la conozco, sé que es una señora de excelentes prendas; mira
tú si doña Irene querrá el bien de su hija; pues todas
ellas me han dado cuantas seguridades puedo apetecer... La criada que ha servido
en Madrid y más de cuatro años en el convento, se hace lenguas de
ella, y, sobre todo, me ha informado de que jamás observó en esta
criatura la más remota inclinación a ninguno de los pocos hombres
que ha podido ver en aquel encierro. Bordar, coser, leer libros devotos,
oír misa y correr por la huerta detrás de las mariposas, y echar
agua en los agujeros de las hormigas: éstas han sido su ocupación
y sus diversiones... ¿Qué dices?