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colonos armarse hasta los dientes para ir al mercado, que la vista de una arma de fuego no me autorizaba a poner en duda la moralidad

del desconocido.

-Y después, -decíame yo,-¿ qué haría de mis camisas y de mis Comentarios Elzevir?

Saludé al hombre de trabuco con una Señal de cabeza familiar, y preguntéle sonriendo Si había turbado su sueño. Sin contestarme, midióme de pies a cabeza con la vista, y luego, como satisfecho de su examen, miró con igual atención a mi guía, que iba adelatándose. Víle palidecer a éste y pararse, demostrando un terror evidente.

-¡Mal encuentro! me dije.

Pero la prudencia aconsejóme al punto que no dejase traslucir ninguna inquietud. Desmonté, dije al guía que quitase el freno, y arrodillándome a la vera de la fuente, sumergí en ella mi cabeza y mis manos y bebí luego un buen trago, echado boca abajo, como los malos soldados de Gedeón.

Observaba, no obstante, a mi guía y al desconocido. El primero se acercaba bien de mala gana; el otro no parecía abrigar ninguna mala

intención contra nosotros, porque había dejado en libertad a su caballo, y el trabuco, que tenía al principio horizontal, miraba ahora a tierra.

No creyendo deber formalizarme por el poco caso que había parecido hacer de mi persona, extendíme sobre la hierba, y con aire desenfadado pedíle al hombre del trabuco si por acaso llevarla con que echar yescas, al mismo tiempo que sacaba mi petaca. El desconocido, siempre sin hablar, registró en los bolsillos, sacó su eslabón y se apresuró a darme candela. Evidentemente se humanizaba, porque se sentó delante de mí, aunque sin abandonar su arma, sin embargo. Encendido mi cigarro, escogí el mejor de los que me quedaban y le pregunté si fumaba..

-Sí, señor, -respondió. -Eran las primeras palabras que dejaba oír, y noté que no pronunciaba la s a la manera andaluza, de lo cual deduje que era un viajero como yo, menos aqueólogo, seguramente.

-Encontrará usted éste bastante bueno, -dije, presentándole una legítima regalía de la Habana.

Hízome una ligera inclinación de cabeza, encendió su cigarro con el mío, dióme las gracias con otra señal de cabeza y luego se puso a fumar con la apariencia de un vivísimo placer.

-¡Ah! -exclamó dejando escapar lentamente su primera bocanada por la boca y la nariz. -¡Cuánto tiempo hace que no había fumado!

En España, un cigarro dado y recibido establece relaciones de hospitalidad, como en Oriente el partirse el pan y la sal. Mi hombre se mostró más hablador de lo que yo había esperado. Por otra parte, aunque se decía vecino del partido de Montilla, parecía conocer el país bastante mal. No sabía el nombre del delicioso valle en que nos encontrábamos; no podía citar ningún nombre de los pueblos inmediatos. Finalmente, preguntado por mí si había visto por aquellos contornos paredes ruinosas, anchas tejas con ribetes o piedras esculpidas, confesó que jamás había parado atención en semejantes cosas. En cambio, mostróse experto en materia de caballos. Criticó el mío, lo cual no era difícil, y luego me trazó la genealogía del suyo, que salía de las famosas dehesas de Córdoba; noble animal, en efecto, tan duro para la fatiga, a lo que pretendía su dueño, que había hecho una vez treinta leguas en un día, al galope o al trote largo. En medio de su charla, detúvose bruscamente el desconocido, como sorprendido y enfadado por haber dicho tanto.

 
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