No es posible sacar conclusiones todavía sobre el fenómeno del
menemismo, por ser un proceso que está en curso. Es arriesgado pronosticar su
desenlace histórico. Si bien la incertidumbre y la duda caracterizan a toda
época de transición, en nuestra sociedad, aquéllas se agudizan por el rumbo
errático de la realidad argentina, al cual se agrega la predilección de Menem
por los giros súbitos e imprevistos. No soy un político para hacer vaticinios
sobre el apocalipsis o el porvenir venturoso. Las profecías no son la función
del intelectual, quien debe admitir, con Hegel, que el búho de Minerva sólo
levanta el vuelo cuando cae la noche.
Sin embargo, hay rasgos de la etapa actual que ya se
vislumbran. El menemismo se caracteriza, hasta ahora, por la ruptura con el
nacionalismo económico y el distribucionismo populista que definían al peronismo
clásico y también, aunque con matices, al radicalismo. Menem llegó demasiado
tarde para seguir gozando, como sus antecesores, de la despreocupada ignorancia
de los resultados indeseables de aquella política, y no le quedó otro camino, de
buena o mala gana, que encarar un cambio irreversible con la intrepidez que
inspira la desesperación.
No había otra salida que revertir la doctrina peronista del
Estado protector porque éste estaba en quiebra, no por los costos del bienestar
social como pretende la derecha, sino por la ineficiencia de las empresas
públicas y sobre todo por el sistema de subsidios y prebendas -promociones,
contratos, exenciones impositivas- a empresas privadas parasitarias,
tecnológicamente atrasadas, incapaces de acumulación, de crecimiento y
exportación. Había que revertir el mercadointernismo, el desdén por el comercio
exterior ante la irresistible mundialización de la economía, y la
interdependencia cada vez más estrecha de los mercados que volvían utópico el
dogma peronista de la autarquía, de la "independencia económica". La
desaparición de los bloques antagónicos hacía inevitable la integración en el
mundo, el abandono de la doctrina peronista de la tercera posición, de la no
alineación, del tercermundismo, que nos dejaba flotando en el vacío, ajenos al
curso de la historia.
Por otra parte, ya ha sido demasiado probado que los beneficios
de la redistribución de ingresos por vía del aumento de salarios son efímeros,
si no se tiene la intención -y tal ha sido el caso del peronismo- de modificar
sustancialmente las relaciones de producción. Después de la experiencia de la
hiperinflación, era imposible seguir usando la emisión monetaria como
instrumento de crecimiento y de distribución. Menem llegó a confesar ante las
cámaras de televisión, en un rapto de franqueza inédita, que la crisis económica
comenzó en 1950.