Todas estas contradicciones no pueden sino aparecer como
iconoclastas para los peronistas que aún creen en los dogmas y surgen
-acontecimiento que no es nuevo en la historia del movimiento- grupos disidentes
que denuncian la traición al "verdadero peronismo". En tanto Menem procura hacer
olvidar a Perón y Evita -los cita cada vez menos-, los guardianes de la
tradición pretenden el retorno a los orígenes. En este sentido podría probarse
también la frecuente traición del propio Perón al peronismo, basta recordar la
política económica de Gómez Morales, cuando la consigna de justicia social era
sustituida por la de producción, o la visita de Milton Eisenhower, o el contrato
con la California, para no hablar de las intermitentes lealtades con la Juventud
Peronista. El "verdadero peronismo" fue, pues, un peronismo imaginario que nunca
coincidió con la práctica.
¿Esto significa que si Perón viviera sería menemista? No
precisamente. Perón era un pragmático, pero también un ideólogo, una mezcla de
ambos, y el aspecto doctrinario de su primera epoca -el modelo totalitario
fascista, nacional jacobino- obstaculizaba sus virajes y lo llevó finalmente a
la derrota. Menem, en cambio, es sólo un pragmático, un empírico despreocupado
de las doctrinas, un cultor de la realpolitik, que acostumbra citar a
Maquiavelo.
El reconocimiento de la necesidad de la modernización no nos
impide anhelar que ésta se realice en la forma más democrática posible, que la
corrupción -inherente a todo sistema capitalista- sea controlable, que la
racionalidad económica no se contraponga de modo excluyente a la igualdad y a la
justicia, y que la sociedad civil -y no el mercado- sustituya, como sujeto
histórico, al Estado burocrático. Esta alternativa que supere al proyecto
liberal conservador no ha sido pensada hasta ahora, en términos creíbles y
viables, por ninguna tendencia política, y ni siquiera imaginada por una
izquierda -que todavía no asimiló el colapso de las burocracias del Este-, y se
mantiene aferrada a la idea anacrónica del Estado nacional como agente de
cambio. El obsoleto discurso dependentista y estatista, la mitología de lo
nacional-popular, lleva inevitablemente a las izquierdas a coincidir con la
extrema derecha en el ataque a la modernización. Ambas son utopías reaccionarias
que convocan los fantasmas del pasado, el retorno imposible a la era de los
fascismos y los stalinismos. Para los nostálgicos queda la tentación del
fundamentalismo carapintada que recoge las viejas banderas: Aldo Rico está en
vías de transformarse en líder mesiánico de los marginales.