Ya por mis ocho o diez años, yo alimentaba mi "curiosidad" devorando el
inconfundible estilo de la sección Policiales de La Razón.
Recibíamos "la sexta" en casa cada noche de la Gran Noche que vivíamos
por aquellos años de completa oscuridad, y a mí me costaba dormir, con todos
esos "macabros hallazgos" de "occisos" girando sin control en mi mente. Eso fue
prácticamente todo hasta que, bien entrada la adolescencia, cayó en mis manos -o
quizás debiera decir en mi cabeza-, un formidable mazazo literario: "La verdad
sobre el caso del señor Valdemar".
La fascinante podredumbre final del personaje de Poe fue un hito definitivo,
pero yo intuía que mi preferencia por el género de lo sobrenatural venía de
mucho antes. Algo anterior, algo en mi infancia había preparado el terreno, sólo
que yo no lograba recordar qué.
Hasta que pensé en Scooby Doo.
Antes de explicar nada, aclaro ya mismo mi posición: detesto y siempre
detesté y siempre seguiré detestando a Scooby Doo.
Seguramente, querido lector, recordarás este dibujo animado, cuyo
protagonista era un gran danés bastante tonto. Lo rodeaban varios olvidables
personajes, que constituían un equipo dedicado a resolver misterios,
enfrentándose a todo tipo de fenómenos sobrenaturales. Hasta ahí no hay nada de
detestable. Al contrario: según recuerdo, esta primera parte -la del misterio,
la de lo sobrenatural- funcionaba bastante bien en todos los episodios, lo que
sin duda operaba para hacer aún más detestable y doloroso el engaño, como si la
historia elevara un poco más el lugar desde donde nos dejaría caer al vacío para
estrellarnos con el más terrenal y ramplón de los desenlaces. Porque siempre,
siempre, en todos los capítulos sucedía el desastre: un mecanismo era
desentrañado, disfraces y máscaras caían y aparecía el villano de carne y hueso.
Usualmente, la palabra "villano" le quedaba grande: apenas llegaba a un
miserable y lastimero ladrón. Una y otra vez se repetía la explicación
racional para un fenómeno que había sido presentado como
sobrenatural.