Más allá de que hoy puedo vislumbrar un engaño en esa maloliente jugarreta
narrativa, y más allá de cualquier lectura ideológica de esta "negación de lo
sobrenatural", en aquel momento de mi infancia ya me alcanzaba para ponerme de
muy mal humor. Porque lo que no necesitaba yo era una explicación
racional. Y mucho menos una que intentara tranquilizarme. Por el contrario, me
quedaba indignado: ¿a quién se le había ocurrido que un "señor disfrazado" era
preferible a un misterioso fantasma? Un verdadero disparate que me alejaba de lo
que yo quería tanto entonces como ahora: una historia que me llevara de la nariz
a encontrarme cara a cara con mi miedo más profundo. Que me hiciera verlo de
cerca, olerlo, temblar ante su mirada acechante, caminar a su alrededor,
escucharlo. para después volver a la superficie con escalofríos, y, despacio,
animarme a apagar la luz e intentar dormir. Scooby Doo pisoteaba este deseo de
sentir la
oscuridad. Scooby Doo me ignoraba, diciéndome "Dejá, Ariel,
dejá, ni bajes: allá no hay nada especial, no vale la pena. quedate acá arriba,
que estamos cómodos.".
No, Scooby Doo no me servía.
Yo necesitaba otra cosa: necesitaba algo que me hablara del miedo. Que
me ayudara a aprender del miedo, a conocerme a mí mismo a través del miedo.
Me arriesgo a decir que, finalmente unos años después, la buena literatura
fantástica y de horror fue aquello que yo andaba buscando. Y fue un algo
bien eficaz.