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La volanta o el quitrín son los vehículos más raros, originales y pintorescos que haya encontrado en el mundo. El quitrín arrastrado por un caballo, mide siete a ocho metros de largo y consta de una cesta liviana, plana y guarnecida de plata, cuyo acolchado está recubierto de seda rosa o celeste. En el espacio existente entre las dos varas, entre las cuales es uncido el caballo o la mula que monta el calesero, se apoya este amplio asiento donde pueden acomodarse con holgura tres personas. Las ruedas del carruaje tienen un diámetro de un metro y medio, es decir, una altura tal que las varas que parten del eje alcanzan el arnés del caballo en su borde inferior. La espaciosa capota, provista en su parte posterior de una abertura de un metro de alto, se repliega durante la noche para permitir una mejor contemplación de las bellas ocupantes, ansiosas de halagos y puedo asegurar de acuerdo con mi propia experiencia que en ninguna parte el gesto desafiante y victorioso de la belleza ha hecho mejor impresión que desde lo alto de aquel sitial, hasta el cual se elevan las miradas escudriñadoras de los peatones. La dama joven, sentada entre las otras dos de más edad, un poco inclinada hacia adelante, advierte satisfecha que su admirador no ha dejado de concurrir al paseo para verla a la hora acostumbrada. Ella le sabrá agradecer, cuando pase la próxima vez por su balcón al atardecer, mientras su madre está entregada a su siestecita. Como las volantas circulan por las calles hasta bien entrada la noche, llevan dos elegantes faroles con adornos de plata a ambos lados de la pantalla protectora que arranca delante de los pies. No le van en zaga a los faroles, los estribos de plata decorados con preciosos trabajos de refinado gusto. Quien haya comparado las diversas variaciones de los carruajes particulares en las ciudades de Europa, no podrá imaginar el lujo de los habaneros, pero si ha visto deslizarse los trineos de los carreros berlineses podrá hacerse una idea aproximada de la calamidad en que va a parar la suntuosidad de la volanta en manos de un cochero. Tan contrastantes como los quitrines mismos, lo son también los caballos y mulas que los tiran, y los negros que los conducen. Su vestimenta parece bastante extravagante y colorida. En sus zapatos de charol resplandecen las espuelas de plata rivalizando en brillo con las bridas del mismo metal. Usan estrechos pantalones de terciopelo con cintas en las rodillas y polainas altas de cuero charolado, debajo de las cuales se asoma con frecuencia el negro pie desnudo del calesero. El chaleco parece de color claro, la chaqueta sobre cuya solapa cae el cuello de la camisa, prolijamente festoneado, lleva una recargada guarnición de alamares y ostenta un color llamativo. Completa el atuendo un sombrero negro de copa alta, adornado con una escarapela y galones. Estos carros triunfales o carros de Venus recorren el Paseo a la hora del ocaso. Las palmeras y las mimosas susurran; de todos los canteros asciende el perfume de las flores, los surtidores de las fuentes rumorean, la multitud se dirige en una columna ondulante hacia la casa del teatro. Todos admiran a las bellas criollas y nadie repara en las maravillas de la Naturaleza, nadie dedica una mirada a la estatua de Habana, la desdichada india, hija de un cacique. Sólo el nórdico extranjero goza el encanto de lo extraño y lo poético, sea cual fuere la forma en que se ofrece. Mientras la muchedumbre ávida de espectáculos entra en el teatro que ya habíamos visitado, nosotros vamos a la ciudad presurosos para observar allí la vida que se despliega. |
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La vida cotidiana de La Habana
de Jegor von Sivers
ediciones elaleph.com
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