Un chusco había dicho en cierta
ocasión que cualquiera que encontrase a Su Excelencia la duquesa de Meldrum
cuando volvía de dar su acostumbrada vuelta por el jardín y el corral no
dudaría, si tenía el ánimo caritativo, en darle una limosna. Pero había añadido
también que, una vez atraída sobre el importuno la atención de la dama, cuando
ella le hubiera mirado magníficamente de alto a bajo, la mismísima capa de
Walter Raleigh no le hubiera valido. Su único recurso sería hundirse en el fango
y permitir a las suelas ducales que le pisotearan, cosa que la Duquesa haría con
el mayor gusto, si bien después aceptaría de buena gana las excusas del
caritativo y aturdido donante, y aun guardaría el donativo para enseñarlo cada
vez que contara la historia.
La Duquesa vivía sola, esto es, no
deseaba tener que soportar la presencia continua de ninguno de los de su
clase ni las lisonjas y sonrisas a precio fijo de una señora de
compañía. Su hija, a quien sistemáticamente había tratado siempre con aspereza,
se había ya casado; su hijo, a quien adoraba y mimaba en extremo, había muerto
prematuramente algunos años antes que Tomás, su padre, quinto duque de Meldrum.
Éste había tenido un fin súbito y, según la Duquesa solía observar, muy
aceptable: el día en que cumplía los sesenta y dos años, revestido con todo el
esplendor de su traje de caza -levita escarlata, pantalón de terciopelo blanco y
sombrero de copa-, la yegua que montaba y a la que él se obstinaba en hacer
franquear un obstáculo insuperable se paró en seco, y Tomás, quinto duque de
Meldrum, fue arrojado sobre un campo de nabos; cayó de cabeza y no volvió a
levantarse más. Después, la brusca interrupción de aquella vida ruidosa y
agitada llevó una completa transformación al ambiente que rodeaba a la Duquesa.
Hasta entonces había tenido que tolerar de mala o buena gana los festivos y
tumultuosos compañeros que agradaban al Duque, o bien invitar, como último
recurso, a aquellos de sus propios amigos a quienes podía explicar
confidencialmente los «rasgos» de Tomás y que soportaban alegremente dichos
«rasgos» por amistad a
ella... o por el goce que les proporcionaba la estancia en Overdene. Aun
así, la Duquesa no encontraba placer en la sociedad de aquellos
convidados, pues aunque su apariencia fuese de un diamante en bruto, la más pura
sangre azul corría por sus venas, y, no obstante su brusquedad de modales, poco
frecuente en las damas de alto rango, su corazón estaba dotado de tiernos y
femeninos sentimientos; era, ante todo, una mujer sincera y leal que seguía el
camino recto y decía en toda ocasión la palabra justa. El lenguaje del Duque
había sido, en cambio, picante y chabacano, y sus costumbres, ruidosas y
molestas; sólo a su muerte, cuando su cuerpo fue depositado en la tumba que
encerraba los de sus antepasados («Tan diferentes de él, ¡pobre querido!-decía
la Duquesa-. ¡Es un gran consuelo pensar que su alma no está allí.») Su
Excelencia la Duquesa miró en torno y empezó a darse cuenta de las bellezas y
los placeres que podía ofrecerle Overdene.