Primero se contentó con hacer por su
mano los trabajos de jardinería, construyéndose una pajarera y rodeándose de
toda clase de aves raras y animales exóticos, con los que prodigó los tesoros de
afecto para los cuales no había hallado objeto en los últimos
años.
Mas, pasado algún tiempo, su natural
inclinación a la hospitalidad, la satisfacción que le producía descubrir las
flaquezas de los demás y el deleite que sentía al hacer los honores de su
mansión, condujeron no interrumpidas series de invitados hasta Overdene, que
pronto gozó de reputación de ser una Tebaida donde se disfrutaban los más varios
y continuados placeres. Allí se contaba con la seguridad de hallar tan sólo a
las personas que a cada uno le eran gratas; allí cada invitado encontraba
facilidades para dedicarse a su deporte o pasatiempo favorito. El alojamiento
era espléndido y la alimentación sana y refinada. Era el lugar ideal para pasar
los mejores días del verano o los más alegres del invierno, sin aburrirse ni
fastidiarse nunca y con libertad absoluta para ir y venir cada uno a su gusto. Y
todo esto sazonado con la deliciosa sauce piquante de las inesperadas
ocurrencias de la Duquesa.
Mentalmente, Su Excelencia dividía a
sus invitados en tres categorías: «serie mezclada», «serie de simples conocidos»
y «serie selecta». Esta «serie selecta» era la que ocupaba la mansión aquella
bella tarde de junio en que la Duquesa, después de haber dormido una siesta un
poco más larga que de costumbre, había vestido su «uniforme de jardín», como
ella decía, y salía a la terraza dirigiéndose a la rosaleda a cortar
rosas.