Nunca
entendí la cachetada de mamá. Ese día no hacía calor ni frío pero
había sol, y podría haber sido un domingo a juzgar por la cantidad
de gente que había sacando entradas para la exposición.
Mamá
se puso en la cola. Yo me quedé parada junto a un hombre que vendía
globos. Levanté la vista.
—¿Querés uno? —me preguntó el hombre.
Asentí.
Él repitió la pregunta, esta vez más fuerte.
—¿Querés uno?
—Sí —le dije.
Mamá, obligada, abrió su cartera y le entregó un billete.
El hombre sonrió y me preguntó cuál. Señalé.
—Saturno —dijo mamá.
El hombre desprendió un globo del racimo, y mamá me lo ató a la
muñeca. Después las dos nos metimos en la exposición, un laberinto
de stands. Mamá intentó abrirse paso entre la gente. Yo trataba
de seguirla. Pero mi globo se había atascado en la entrada, se había
quedado del lado de afuera. Mamá miraba hacia adelante, me obligaba
a caminar.
—No puedo —le dije, pero ella no escuchó: siguió avanzando. De pronto
vi al globo entrar y confundirse con las cabezas. Y mamá que quería
ir al último stand y el globo que me tiraba del brazo, que quería
irse, salir de ahí, volver a flotar en el aire rodeado de nada.
Al salir, mamá me preguntó por el globo. Y le señalé el cielo.